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No pasa nada, por Eva Hache

Entre dolores y confusiones, avanzamos en la vida diciéndonos: «¡No pasa nada!», sin tener en cuenta la gravedad del asunto

Caída Naomi

El otro día un niño se pegó un talegazo. De esos buenos. De los de tropezón con lo invisible, voltereta en el aire y colisión con suelo duro. De esos que menos mal que era un niño porque si hubiera sido un mayor ya estaba tardando una ambulancia. Como era un niño, las tres personas que lo vieron (madre incluida) se apresuraron a decirle con voz festiva: «¡No pasa nada!». «¡Venga! ¡Arriba!». «Si es que son de goma».

Como era un niño, dolorido pero confuso con tanta algarabía, no supo si llorar un poco o alegrarse mucho, se levantó renqueando y siguió adelante con su pequeña vida. Pero yo creo que, por un momento, por su mente en formación pasaron varios pensamientos: «¿Cómo que no pasa nada, ¡oh, madre!, si me acabo de dar el galletón de mi vida?». «Arriba, señora, estaba el cielo antes de que yo perdiera la dignidad, un trozo de piel de la rodilla y el concepto de cielo, tierra y el de mí mismo». Y «de goma será lo de Mahoma, porque a mí me duele hasta el pelo».

Y así vamos creciendo. Y, entre dolores y confusiones, avanzamos en la vida diciéndonos a nosotros mismos: «¡No pasa nada!», independientemente de la gravedad del asunto. Si no nos cabe una blusa, pues de todas formas nos la compramos, porque si tira un poco la sisa o si un botón sale disparado a velocidad de vértigo y le saltamos a alguien un ojo, no pasa nada. Si a alguien se le salta un ojo, con los adelantos que hay, no pasa nada. Si el amor de la vida nos abandona por una lagarta, pues ojalá se le salten los ojos; y no pasa nada.

Y yo creo que no. Que pasa. Y mucho. Y a lo mejor no hay que ponerse la blusa o ponerse en manos de un endocrino. Y no hace falta saltarle a nadie un ojo porque el dolor hay que pasarlo y nos da mucho que aprender. Porque cuando la vida se desmorona hay que ver qué ha pasado y, por lo menos, tropezar mejor. Así que, la próxima vez que vea a un niño pegándose un talegazo, iré y le preguntaré, como si fuera una persona, si le ha dolido y si se puede levantar. Y le diré que vaya galletón se ha pegado y que tenga cuidado y que mire con los ojos, que son para siempre. A ver si así vamos creciendo, aprovechando el dolor y la confusión para mejorarnos, en lugar de sacar nuestra alma de chirigota y algarabía extrema y, cuando nos sacan hasta los ojos, hacer cuatro chistes, partirnos el pecho un rato, olvidarnos de lo importante y decirnos: «¡Venga! ¡Arriba! ¡Que no pasa nada!».

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