Viggo Mortensen: “Un Oscar no va a cambiar mi identidad ni mi forma de trabajar”
Opta por la estatuilla por ‘Green Book’ y le veremos en la ceremonia junto a su pareja, Ariadna Gil.
Ganar el Oscar no le quita el sueño. De hecho, si Viggo Mortensen pone en un lado de la balanza el regreso del equipo de fútbol de sus amores
–Club Atlético San Lorenzo de Almagro– a su cancha histórica de Boedo (Buenos Aires) y en el otro, tener en casa la estatuilla a la que opta por Green Book, pueden los colores. «La vuelta es imprescindible, es una cuestión de justicia. Un Oscar no va a cambiar mi identidad ni mi manera de trabajar. El regreso del equipo es una necesidad, el Oscar es un lujo. Con todo el respeto». Los premios para este actor americano, de ascendencia danesa nacido en 1958 –trotamundos por vocación e inquietudes creativas–, no son un fin, ni la causa a la hora de elegir sus papeles.
Si se busca una razón para su éxito, la más evidente es su necesidad continua de saltar al vacío. ¿Acaso no era un riesgo convertirse en Aragorn en El señor de los anillos (2001)? Y los fans de los libros de Tolkien idolatran su trabajo. Tampoco era una operación menor protagonizar un filme de corte mucho más radical como Jauja (2014), a las órdenes de Lisandro Alonso. «Sigo aprendiendo. Siempre busco la ruta más acertada, eficaz y completa de conocer el punto de vista de los personajes que construyo, y cómo vincularlo a la historia que cuenta cada película, al trabajo colectivo de hacer cine».
Quizá la trilogía que mejor define su carácter versátil y mutante como actor sea la que conforman los filmes que ha rodado, hasta el momento, con David Cronenberg: Una historia de violencia (2005), Promesas del Este (2007) y Un método peligroso (2011). En ellas interpretaba, respectivamente, a un hombre corriente con un oscuro pasado, un mafioso ruso en Londres y a Sigmund Freud. Con el director canadiense conecta por su inteligencia, sus conocimientos cinematográficos, su manera de trabajar con los actores y el equipo técnico; y también por el sentido del humor. «Es alucinante que nunca le hayan ni siquiera nominado a un Oscar. Pero ahí se puede ver el valor relativo de los premios y las nominaciones. Son lindos caramelos, pero no siempre son un fiel reflejo del complejo trabajo de contar historias de cine al máximo nivel artístico».
Esta forma de entender su profesión le lleva, en plena temporada de premios y ceremonias, a estar preocupado por su primera película como director, Falling, que comenzará a rodar el 4 de marzo a partir de un guion propio. «Me da miedo intentarlo, como todo buen desafío», confiesa. Otra vez aparece el riesgo. Como cuando escribe poesía, hace fotos o publica libros en Perceval, su editorial. Y, por supuesto, cuando escoge papeles, como el de Green Book, una historia de amistad, basada en hechos reales, entre un chófer y guardaespaldas italoamericano (Mortensen) y un pianista negro (Mahershala Ali), que aprenden a comprenderse y a respetarse durante una gira por el sur de EE UU a comienzos de los sesenta.
«Lo primero que me atrajo fue el guion, uno de los mejores que he leído en los últimos años, tan bueno como el de la película Captain Fantastic, de Matt Ross. Segundo, el personaje de Tony Lip Vallelonga es un desafío importante, siendo él de una formación muy distinta a la mía. Me encantó el trabajo de construir el personaje, y pude contar con la valiosa ayuda de la familia Vallelonga para ello», explica. La película de Peter Farrelly transmite un mensaje (muy necesario) sobre la necesidad de respetar y comprender al otro, por encima de las diferencias. «Es la lección más sencilla e importante del filme: si dos personas tan distintas, de formaciones sociales, raciales e intelectuales tan diferentes, pueden llegar a conocerse y a respetarse, cualquier persona puede hacerlo». El mensaje se puede aplicar al momento actual que vivimos.
En este punto, hablamos de los cambios políticos que se están viviendo en parte de Europa –incluida España, donde reside habitualmente alejado de Hollywood– con la irrupción de partidos de extrema derecha. «Ha sido lamentable y predecible, fruto de una ceguera histórica espeluznante. Pero no tiene que significar el cese del diálogo, de un esfuerzo honesto para superar las limitaciones de las primeras impresiones, de la ignorancia que alimenta la xenofobia. El crecimiento de los partidos extremistas de cualquier tipo debería impulsar un empuje social para buscar un mayor entendimiento, una mejor conexión con los que parecen ser diferentes y opuestos a las ideas y creencias que uno pueda tener».
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