Verónica Forqué: “Mi padre era mi fan número uno. Me daba confianza, que es lo que más necesita un actor”
Ha sido chica Almodóvar, suma cuatro goyas… Verónica Forqué siempre supo que su don era la actuación y el teatro, su meca.
“En la vida, cariño, es difícil envejecer. Hay que prepararse, llega de repente, pasas de ser la niña del grupo a ser la más vieja en un segundo. De pronto, tengo 61 años. Estoy, como dice Jane Fonda, en el tercer acto de mi vida… Y disfrutándolo». Verónica Forqué lo explica de forma natural, con su voz cantarina y pausada. Mirando a los ojos. Habla de proyectos, de pérdidas. De cómo combatió la depresión –«Se sale. Tienes que tratarla, pedir ayuda, no acostumbrarte o pensar que es un estado»–. De que le encantaría trabajar con Woody Allen –«Nació, como yo, un 1 de diciembre»–. Mantiene la ilusión incluso después de ganar cuatro goyas, porque, recalca, «lo más bonito es encontrar el don que te ha sido dado, poder ser útil a los demás».
Y recuerda cómo empezó todo: «Mi padre [el director José María Forqué] no quería que fuera actriz, pero yo tenía una vocación muy clara desde los 8 años. Creo que esa oposición tan frontal me motivó de modo inconsciente; quería que viera lo bien que lo hacía para que estuviera orgulloso». Su convicción se convirtió en rebelión (bendecida pronto vía paterna: «Pasó a ser mi fan número uno. Me daba confianza, que es lo que más necesita un actor»). Y su deseo, en trabajo: debutó con Núria Espert, en Divinas palabras. Entonces aún no asomaba esa vis cómica que se ha convertido en su sello: «Un actor nunca tiene que pensar que es gracioso. El humor es algo innato, no se fabrica».
Lo demostró con Almodóvar en Qué he hecho yo para merecer esto y en Kika. Eran los años del atrevimiento: «Uy, yo tenía unas tetas preciosas, de las más bonitas que se han visto. Me han dado mucho trabajo». De los éxitos –«La fama es un resultado de algo; en mi época no había esa fascinación de ahora, que todo el mundo busca ser famoso»–. Y la complicidad con el director Manuel Iborra –«Hicimos cosas muy bonitas juntos, le he querido mucho. He vivido 34 años en pareja, pero sentía que en esta última etapa necesitaba estar sola»–, padre de su hija María.
De lazos maternofiliales habla, esta vez en el teatro, con La respiración (La Abadía, Madrid, 7 a 25 de junio), de Alfredo Sanzol. «Siempre supe que el escenario era mi lugar. Mi mamá me decía: ‘Nena, lo del cine y todo eso aprovéchalo, pero el teatro no te abandonará nunca’. Fue el mejor consejo de mi carrera». ¿Y el mayor aprendizaje? No duda: «La gratitud. Hay que disfrutar de lo que se tiene”.
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