Thierry Mugler: “Dignifiqué materiales que solo se encontraban en los sex shops”
Legó a la pasarela hombreras, siluetas anfibias y lentejuelas. El siempre polémico diseñador inaugura hoy en Montreal una muestra que repasa su figura creativa y que recorrerá otras ciudades del mundo a partir del otoño.
Maestro de la costura en los ochenta y noventa, Thierry Mugler decidió abandonar la moda en 2012 para dedicarse a otros quehaceres, como la fotografía o la producción de sofisticados cabarés y revistas. Sin embargo, el sector que lo erigió en estrella todavía no ha olvidado sus siluetas anfibias y su exacerbado erotismo, que siguen reapareciendo, como fantasmas del pasado, en una pasarela tras otra. A partir de este 3 de marzo, una gran exposición examina esa herencia en el Museo de Bellas Artes de Montreal, desde donde viajará a otras ciudades del mundo a partir del otoño.
Mugler se ha convertido en una persona distinta a la que fue en otro tiempo, incluso en el sentido físico. Su rostro, sometido a varias cirugías, resulta casi irreconocible, mientras que su cuerpo se ha rendido a una nueva pasión: el culturismo. De hecho, Mugler aceptó responder a nuestras preguntas durante su estancia en un retiro de body building en Florida. «Vengo dos veces al año. Es una manera de limpiar y renovar la casa antes de afrontar nuevos retos», afirma el diseñador francés a sus 70 años.
Desde que dejó el mundo de la moda, se hace llamar Manfred. ¿Por qué cambió de nombre?
En realidad, es mi nombre de pila. Cuando empecé en la moda preferí no utilizarlo, porque sonaba demasiado germánico. Thierry era más francés. Decidí guardármelo para otros proyectos en el futuro, porque sabía que no me dedicaría a la moda toda la vida.
¿Qué percepción tenía de la moda en aquel Estrasburgo de su infancia?
Siempre me gustó vestirme a mi manera. Desde pequeño insistí en comprarme prendas en mercadillos, que luego transformaba a mi gusto. Para disgusto de mi madre, que fue una mujer muy elegante y espectacular. Crecí en un entorno burgués, muy estricto. Había que acatar las órdenes y limitarse a obedecer. Pero conmigo no funcionó, porque fui un niño muy indócil. A los 14 años, di un portazo y me marché. Me mudé a una de esas modestas buhardillas donde vivían las criadas y empecé a trabajar en una pizzería. Y luego en la ópera de Estrasburgo, como bailarín clásico.
Siempre ha dicho que la moda fue «un accidente»…
Es que en aquella época yo creía estar hecho para otras cosas. Tras pasar seis años bailando cada noche en la ópera, sentí que había tocado techo. No quería pasarme la vida haciendo El cascanueces… El gran coreógrafo Maurice Béjart me quiso contratar, pero le dije que no, porque no me quería ir a vivir a Bruselas. Todo el mundo me dijo que estaba loco, pero yo soñaba con irme a París o Nueva York. A los 21 años, me mudé a la capital francesa. Allí descubrí que existía el oficio de estilista y que había gente que ganaba mucho dinero haciendo eso. Me puse a dibujar, que es algo que siempre se me había dado bien, y al cabo de dos semanas tenía un trabajo. Así empezó todo.
¿Diría que tenía un don?
Sí, creo que es algo innato. Lo mío son las puestas en escena. Y la moda también lo es, aunque sea a nivel individual y cotidiano. No deja de ser una forma de representación, como lo es el teatro.
Forma parte de una generación, la de Jean-Paul Gaultier y Claude Montana, que transformó la moda francesa.
A mí esos dos nombres me parecen más seguidores que líderes. Quienes realmente cambiaron la moda fueron modistos mayores que nosotros, como Paco Rabanne y Pierre Cardin. Yo también la cambié, porque los vestidos de sirena y las siluetas ceñidas no existían antes de mi primera colección en 1973. Aporté modernidad y cortes distintos, un descubrimiento del cuerpo, una sublimación de las curvas. Y fui muy imitado. Si me dieran un céntimo por cada vestido inspirado en mis diseños, sería multimillonario…
De esa época, ¿con qué colegas se entendía bien? ¿Con Azzedine Alaïa, tal vez?
Alaïa trabajó en mi atelier y fuimos amigos, en aquellos años… Pero el resto no me interesaba demasiado. Prefería nombres como Rudi Gernreich [diseñador californiano que se hizo conocido con su monokini] y no a los franceses a los que me citaba antes. Fui yo quien abrió la veda. Ellos simplemente me siguieron.
Sus diseños se distinguieron siempre por su exuberancia. Quiere esto decir que, para usted, ¿la moda tiene la obligación de ser espectacular?
Es cierto, la espectacularidad fue una noción importante. Pero también diseñé prendas discretas y sutiles. No fui tan explosivo como se dice. Creo que, en el fondo, quise hacer una moda al servicio de los seres humanos.
También abogó por una moda extremadamente sexual.
Sí, promocioné al máximo el erotismo y la sexualidad, la animalidad de mujeres y hombres. Para mí, el ser humano es el animal más bello del mundo. Y yo siempre he visto la sexualidad como algo positivo y alegre. Fue un escándalo, porque dignifiqué materiales que solo se encontraban en los sex shops.
Tampoco le faltó sentido del humor.
Es que la moda se suele tomar demasiado en serio. Especialmente, la de hoy. Yo trabajé con drag queens en Nueva York, que en aquella época era un circuito muy underground. Está bien reírse de uno mismo y tener una mirada cáustica sobre las cosas.
Su perfume Angel sigue siendo uno de los más vendidos en el mundo tras su lanzamiento en 1992. ¿Cómo explica ese éxito?
Un perfume es algo incontrolable. Puedes hacer todos los estudios de mercado que quieras y contratar a los mejores expertos en marketing y eso no impedirá que tu producto termine siendo un fracaso. Lo que sucedió con Angel fue mágico. Quise crear un clásico contemporáneo, a base de matices, como el cacao y el algodón de azúcar, que nunca habían sido usados, en un frasco en forma de estrella. Fue una apuesta arriesgada, pero ganamos.
Colaboró con personalidades de todo tipo, de Jerry Hall a David Bowie y de Cyd Charisse a Beyoncé, para quien creó todo el vestuario de su gira en 2009. Sin embargo, dijo que no a muchas otras [la más conocida fue Madonna]. ¿Qué criterio seguía?
Tenía que ser gente que me inspirase. Debía verme capaz de reafirmar su personalidad o de revelar algo que no habían explorado de sí mismos. Y teníamos que compartir el mismo lenguaje escénico y musical. Debían tener gusto por el trabajo y la disciplina.
También vistió a Ivana e Ivanka Trump. ¿Siguen en contacto?
Con Ivana, sí, porque ella no se dedica a la política. Sigue haciendo su vida. No sé si sabe que fui el primero en hacer desfilar a Ivanka cuando era adolescente. Convencí a su madre de que lo haría bien. Era una chica rebelde, con una personalidad muy fuerte desde que era niña.
Supongo que también coincidió con Donald Trump. ¿Qué opinión le merece?
Es un hombre al que respeto, porque hace lo que dice. Y lo hace por el bien de su país. A su manera, con su visión, de acuerdo… pero yo creo que es una persona honesta. En el fondo, no tenía ninguna necesidad de meterse en esto.
En 2002 anunció que dejaba la moda. Desde entonces se ha dedicado a montar espectáculos de music hall. ¿Se cansó?
Ya lo había hecho todo. Llegó un momento en que no me llenaba y ocupaba demasiado tiempo para poder desarrollar otros proyectos. Fue difícil, pero ya no podía más.
Cuando observa la pasarela actual, ¿se siente influyente e imitado?
Sí, y no necesariamente por los diseñadores más jóvenes, sino sobre todo por las grandes marcas. Hay una firma italiana que lleva muchos años haciendo una especie de Mugler disfrazado. También veo mi huella en los transgénero y en los artistas transformistas, para quienes me he convertido en una especie de ideal. Pero la pasarela actual no me interesa. Hay algún diseñador atractivo, pero se cuentan con los dedos de una mano.
Hace unos meses acusó a Balmain de plagio en una comentada story de Instagram…
Cuando quienes copian son firmas grandes, me molesta. Y, cuando eso sucede, no dudo en decirlo en voz alta, a diferencia de quienes se callan para no perjudicar sus intereses financieros. Yo nunca me he callado y no voy a empezar a hacerlo ahora.
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