Por qué las francesas huyen de los tatuajes
Como viene siendo habitual, las parisinas se rebelan contra las tendencias y apuestan por el ‘etre blank’, o lo que es lo mismo, no «manchar» su piel.
Marion Kurow es una parisina de veintipocos años. Se dedica al marketing y organiza eventos del mundo de la moda y la cultura. Ahora que se ha mudado a Bruselas, «una ciudad un poco más alternativa», ha decidido tatuarse una matrioska polaca por sus raíces: ella es francesa pero su abuela era de Polonia. Cuando vivía en París ni se lo planteaba, pero ahora que vive en otra ciudad cree que exaltando a sus orígenes en su piel será «más atrevida» que sus compatriotas. Joanne Dupont, también parisina, tiene 28 y es enfermera. Lleva una vida «más tradicional» que Kurow y explica que «nunca» ha encontrado el momento para tatuarse y ni siquiera se lo ha planteado porque «podría influir» en su trabajo. No es que no le gusten los tatuajes, es que ella «nunca se lo haría».Kurow y Dupont son dos chicas anónimas pero piensan igual que la diseñadora Maroussia Rebecq, la fundadora de Andrea Crews –una de las marcas más macarras de París (su lema es matón de buen corazón)–, que explicó hace unos semanas a The Guardian por qué reniega de la tinta sobre su piel. «Mi piel es un lienzo en blanco. No hay piercings. No hay tatuajes. Cambio de ropa continuamente pero mi piel no pertenece a ninguna época. Es mucho más punk eso, ¿no?».
En el texto del rotativo, la periodista Alice Pfeiffer daba respuestas a por qué las francesas, esas mujeres que siempre tendrán que vivir con la ‘carga’ de ser más estilosas del planeta, se empeñan en rebelarse contra toda tendencia y apuestan por el etre blank (estar en blanco). No tatuarse vendría a ser un paso más allá del au naturel que tanto exhiben cada vez que se las fotografía por la calle o en una fiesta, con esa naturalidad descuidada que tanto se envidia en el resto del planeta. Además de hacerse esos recogidos despeinados tan imperfectamente perfectos o lucir esas melenas enredadas tan bien llevadas con camisetas de algodón y pantalones robados a sus novios, las francesas prefieren no manchar de tinta su piel. Nada de anclas, estrellas, o tatuarse letras chinas en el dorso de la muñeca a lo Cara Delevingne u otras instamodelos acaparamillones de seguidores. Nada de nada. Las francesas no quieren tatuajes.
Para probarlo, Pfeiffer habla con Caroline de Maigret, la quintaesencia parisina –a tenor de la rendición total de los medios y de su superventas Cómo ser una parisina estés donde estés–, que asegura que ahora que a las modelos les ha dado por hacerse minitatuajes algo ridículos, lo más radical es o ir completamente tatuado o no llevar nada. «¡Ni siquiera tengo piercings en las orejas!», dice orgullosa la musa de Chanel. El desprecio a la tinta es bastante evidente cuando una relaciones públicas del mundo de la moda da a entender en el texto que tatuarse, para las francesas, es como caer en el aborregamiento más plebeyo. Dice que en Francia los tatuajes han evolucionado de «ser una forma de diferenciarse, a una especie de marca para parecer hipster a un signo de homogeneidad».
Ahora que Givenchy apuesta por el retorno del septum (pendiente en el cartílago de la nariz), en EE UU las festivaleras se vuelven locas con los tatuajes temporales y hasta Isabel Marant ha puesto un anillo en la nariz de Daria Werbowy, a muchos les sorprende leer este tipo de declaraciones contracorriente que reniegan de lo establecido por los cánones de la moda. Lo certifican todas esas actrices francesas que triunfan sobre la alfombra roja sin rastro de tatuajes (veáse Léa Seydoux, Clemence Poesy o Marion Cotillard, con excepción de Lou Doillon) y todas esas mujeres fotografiadas por la calle en las semanas de la moda parisina que parecen nacidas con el gen del chic sin esfuerzo al otro lado de los Pirineos. Pero es que ellas han sido así siempre. «Rechazando las tendencias, las francesas han recuperado un concepto totalmente francés: conseguir un nivel de feminidad personal y eterno», dice Pfeiffer. Y eso, al parecer, pasa por no mancharse la piel cuando el resto del mundo ha decidido que merece la pena hacerlo.
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