El paraguas transparente de ‘Lost in Translation’: el emblema de la melancolía (y del buen gusto cuando llueve)
Convidado habitual en el cine pero gran olvidado en la moda, el paraguas rara vez se convierte en objeto de deseo ‘fashionista’. Tenemos que hablar de la última vez que sí lo hizo: cuando Sofia Coppola ganó un Oscar con su segunda película.
La mayoría recordamos los paraguas de filmes clásicos como Mary Poppins, Cantando bajo la lluvia o My fair lady, ¿pero cuántas veces los hemos deseado para uso propio? Esta periodista lo tiene claro: cuando vio Lost in Translation en 2004, buscó un paraguas transparente durante años, lo encontró por fin en la lluviosa A Coruña y desde entonces lo conserva con satisfacción. Una rápida búsqueda en Google revela que no es un caso aislado. En blogs y foros anglosajones se encuentran muchas internautas obsesionadas con un accesorio que, no obstante, apenas aparecía unos segundos en la película de culto. Fue probablemente su presencia en uno de los carteles oficiales lo que lo grabó en nuestras retinas. Allí, protegiendo a una jovencísima Scarlett Johansson e intensificando el halo de soledad de su personaje, se asociaba como por ósmosis a la belleza de una actriz que ascendía al estrellato en ese preciso momento. A día de hoy, “paraguas transparente” sigue siendo un modelo mucho más buscado en Internet que cualquiera de color o estampado.
Tres cualidades lo convierten en el utensilio perfecto para la lluvia: su funcionalidad (puedes resguardarte en sus profundidades sin perder visibilidad), su versatilidad (combina con cualquiera que sea la ropa que hayas elegido ese día) y su estética o, mejor dicho, su ausencia de estética. “Los paraguas han de pasar desapercibidos: no queremos que sean el elemento más llamativo del look”, dice Nigel Fulton sobre los que su empresa fabrica a medida para la casa real británica desde los años 80. Recientemente contaba en la edición internacional de Vanity Fair que la reina Isabel II les hizo su primer encargo en 1988: quería paraguas transparentes de jaula (cúpula alta) a través de los que pudiera ver y ser vista. Más adelante empezaría a pedirlos con detalles de color, como ribete y asa, coordinados con sus trajes. Se calcula que tiene más de 100, si bien no es la única usuaria fiel en la familia. Kate Middleton también se ha sumado a una tendencia que la Reina Madre llevó mucho antes del estreno de Lost in Translation y que inunda las calles de Japón en época de lluvias desde hace ya décadas. Eso explica que la protagonista del filme lleve uno para pasear por Tokio.
La invisibilidad resulta un valor añadido cuando hablamos de un accesorio cuyo glamour parece haber languidecido en las últimas décadas, perdiendo el caché que antaño ostentó, cubriéndose de cierta pátina anti-cool. Quizá sea por su naturaleza netamente funcional y, sin embargo, aparatosa (¿dónde lo metes cuando estás a cubierto?). O porque lo asociamos a un estilo de vida obsoleto, viéndolo sobre todo en personas de cierta edad no dispuestas a arruinar con la lluvia un traje anodino, un abrigo de piel o un peinado de peluquería. Sea como fuere, el paraguas como tendencia no goza de gran salud entre el público joven, cada vez más propenso a parapetarse bajo prendas de abrigo tecnológicas o bucket hats, que se llevan mucho más y se pueden guardar en el bolsillo. Tampoco es un complemento al que la moda haya dedicado mucha atención desde los historicistas años 50, la última vez que frecuentó los editoriales de las revistas femeninas.
El paraguas transparente bien podría ser una metáfora del estilo personal de Sofia Coppola, una de las pocas directoras de cine –en femenino– no sólo galardonadas, sino también conocidas por el público. Y la única erigida en icono de estilo, convidada habitual de las listas de famosas mejor vestidas. Porque Coppola ha creado una categoría de fama única a su medida. Primero fue actriz. En el El Padrino III, cinta dirigida por su padre, Francis Ford Coppola, osó dar la réplica a un Al Pacino grandioso y la crítica vapuleó su interpretación. Desde ese año 1990, las acusaciones de nepotismo se han blandido machaconamente en su contra. “En mis comienzos, la gente me decía cosas como ‘Tu casting está muy bien hecho, ¿te han ayudado tu padre o tu marido?’ [entonces estaba casada con el director Spike Jonze]. Resultaba insultante; eso no se lo preguntaban a un hombre”, declaraba en 2017 al diario británico The Guardian.
Lost in Translation obtuvo cuatro nominaciones al Oscar y la estatuilla a mejor guion original, escrito por la propia Coppola. Su carrera se consagró con aquella segunda película, sin dejar de dividir tanto al público como a la crítica. La mayoría o ama su trabajo o lo detesta; la indiferencia no suele ser la respuesta. Sin embargo, algo que nadie le cuestiona a la cineasta –formada en fotografía y diseño, becaria de juventud de Chanel, amiga íntima de Marc Jacobs, colaboradora esporádica de Louis Vuitton y gran aficionada a la música independiente– es su buen gusto. Sus películas son un regalo para los sentidos tanto de los fans como de los detractores, que precisamente suelen criticar la prevalencia de lo bonito sobre la historia. La fotografía, las localizaciones, la ropa y la música contribuyen a crear atmósferas etéreas de tonos pastel y belleza imperfecta mucho más delicadas (¿femeninas?) de las que el cine nos suele ofrecer.
Su forma de vestir le ha valido a Sofia Coppola tantos elogios como sus propias películas, si no más. Las piezas clásicas y una paleta de color neutra son sus señas de identidad. “Mis memorias se titularán ¿Lo tenéis en azul marino?”, bromeaba al respecto en una entrevista con The Telegraph. Y explicaba: “Me encanta cómo visten las parisinas; parece que no se esfuerzan, pero siempre resultan chic e interesantes”. Ella apuesta invariablemente por prendas sencillas y de calidad que son tan válidas hoy como lo eran hace 20 años. De hecho, al volver a visionar Lost in Translation, cuesta creer que los estilismos que luce Scarlett Johansson daten de 2003. Mientras tantas celebrities llevaban entonces los chándales de terciopelo y tiro bajo de Juicy Couture, Coppola vestía a su álter ego (el personaje era en buena medida autobiográfico) igual que podría haber vestido dos décadas después. Las zapatillas Classic Slip-On de Vans incluidas, porque la comodidad es otro de los sellos de su estilo personal. Discreto, intemporal y práctico, igual que un paraguas transparente.
¿Lo eligió por esos motivos para el cartel de su segunda película? Puede, pero la hipótesis más probable es que el ‘casting del paraguas’ esté relacionado con su ubicuidad en Japón, país en el que está ambientada la cinta y que desempeña un papel fundamental en la misma. Disponible en las tiendas niponas de a pie de calle a un precio mínimo, cubre a las multitudes en la época veraniega de lluvias, cuando los repentinos chaparrones urgen a protegerse de forma rápida y económica. La transparencia permite manejarse mejor en ciudades súper pobladas sin molestar demasiado a los demás; y ya se sabe que el respeto es clave en Japón. Lejos de ser un modelo sofisticado, allí es un recurso de batalla de escasa durabilidad.
La visibilidad que permite, no obstante, lo convierte también en habitual de las alfombras rojas pasadas por agua, como la del estreno de Harry Potter y el Misterio del Príncipe en 2009, donde Emma Watson dejó un icónico estilismo de lluvia para la posteridad. Por su parte, las diseñadoras de Rodarte repartieron paraguas transparentes cuando presentaron su colección de primavera-verano 2019 al aire libre en Nueva York y llovió. La flor y nata de la moda lució el accesorio en el front row, así como las modelos y prescriptoras de street style a la salida del desfile. Las fotos recorrieron el ciberespacio y presumiblemente hicieron subir las ventas.
En la mayor parte de la geografía española llueve tan poco que ni hace falta paraguas, pero curiosamente el confinamiento de los últimos meses ha atraído los chubascos. También ha impuesto un nuevo protocolo de distancia social que hasta justificaría el uso masivo de los transparentes, porque no podemos acercarnos y no queremos mojarnos, pero sí vernos.
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