¿Para qué sirven las joyas en 2022?: de la pieza talismán al recuerdo sentimental
Lo único verdaderamente sostenible es lo que no se consume, pero en segundo lugar va lo que nunca se tira, lo que se hereda y se atesora, lo que tiene la capacidad de pasar mil años enterrado y aflorar con casi más valor que cuando se lo tragó la tierra.
Basta con dar un paseo por cualquier museo del mundo para darse cuenta de que las joyas llevan acompañando al ser humano casi desde que se puso en pie. Parece, por el momento en que surgen, que el impulso de adornarse, de echarse cosas bonitas encima, es tan humano como el de usar herramientas. Y, juzgando por cómo se repiten en la historia, han estado siempre muy arriba en las prioridades de las personas; bastaba con tener la comida resuelta para empezar a preocuparse no solo por la belleza, sino por los poderes materiales, rituales, y simbólicos que se les atribuyen a las joyas.
Dicen los que estudian la antropología de las joyas de las tribus cazadoras que las usaban para proteger las venas más susceptibles a los ataques de los predadores, por eso tapaban el cuello, las muñecas o los tobillos. De aquellos usos vinieron estos torques, y cuando Alexander Calder se puso a traducir sus formas escultóricas a joyas lo que hizo, en toda su modernidad, apenas se distinguía de las joyas protohistóricas de los pueblos íberos que hay en el Museo Arqueológico Nacional. Cualquiera que se fije sabe que las tribus, cuanto más nómadas, más cantidad de metal precioso llevan encima. Y existen muy pocas tribus o tradiciones donde el oro no tenga un valor incontestable, donde no te vaya, como quien dice, a sacar de un apuro.
La joyería como industria ha pasado mucho tiempo siendo un mundo de hombres, secretista, un poco oscuro… El gremio estaba segmentado por especialidades, el que modelaba no fundía, el que fundía no repasaba, el que repasaba no pulía. Y el que acababa la joya era el engastador, el último en entrar para asegurar las piedras, la parte más preciada y misteriosa de las joyas, venidas de Oriente, donde quiera que fuera eso, para coronar con su belleza y su misterio el trabajo de todos esos talentos juntos. Ocultos en talleres ruidosos, metidos en trastiendas y platerías que nadie quería que se vieran, pasaban a tiendas también protegidas de la calle donde hombres vendían joyas a escondidas a hombres para regalar a sus mujeres.
Sin embargo, fuera del gremio, somos nosotras las que más recordamos un ritual parecido que tiene que ver con las joyas: las mujeres de la familia alrededor del joyero que pertenecía a la abuela, encima de la cama, entre el despliegue de modelos viables para una boda, repasando una por una las prendas que se guardan como tesoro, sin distinguir del todo el valor sentimental del económico, y mirando con la misma curiosidad el rosario de semillas bendecido en Lourdes, las arras de oro de las bodas, los collares de perlas, la pulsera de pedida, el broche al que le falta alguna piedra y la cadena de la que cuelga la medalla del Sagrado Corazón. Igual, hasta algún diente de leche. En ese momento no solo veíamos los tesoros acumulados y escondidos, sino que también escuchábamos las historias, los nombres misteriosos de parientes desaparecidos, pretendientes de otros tiempos, aniversarios y nacimientos, historias que hacían de nuestras abuelas personas reales, que tenían una vida antes de que existiéramos nosotras, y de la que nos hacían partícipes a través de las joyas.
Las joyas eran para esas mujeres del siglo XX de los pocos elementos de autonomía financiera, lo único que se heredaba tradicionalmente por línea materna, lo poco que podían empeñar en caso de necesitar dinero sin pedírselo a sus maridos, la seguridad de sacar a alguien de la cárcel o, incluso, llegado el momento, salir corriendo del mismo hombre que te había forrado de joyas para exhibir su riqueza. Los últimos 40 años han cambiado eso radicalmente: ya no era solo una viuda rica o una folclórica exitosa la que tenía la capacidad de comprar y regalar joyas, sino que cada vez más mujeres tomaban su adorno, su inversión y su capricho como suyo y no tenían que esperar a que les regalaran nada. Entonces, las joyas se hicieron más llevaderas y cómodas, con más movimiento, ligereza y versatilidad, porque por primera vez el cliente era directo y la compra más emocional que racional.
Pero además de blindar la aorta, pagar un rescate, fardar de marido (o tal vez huir de él), ¿para qué más sirven las joyas? O más bien, ¿para qué sirven ahora, que el dinero está en una nube donde nunca se ve y no hay que llevarlo encima? Ahora, cuando la tarjeta de crédito hace las veces de fondo de emergencia, ¿para qué sirven en 2022, cuando las mujeres ya no dependen financieramente de sus maridos y la ropa más cara va disfrazada de deportiva? Para lo mismo que han servido siempre: como foco de luz, elemento de belleza y distracción, dominando los materiales más misteriosos y bellos de la naturaleza y convirtiéndolos en objetos de deseo. Como símbolo de estatus o pertenencia (con un par de gramos de oro ya se sabe si eres católico, estás casado y, más o menos, para el ojo entrenado, cuánto dinero tienes). Como talismán o recuerdo sentimental (algo de lo que echar mano, cuando no sabes a qué agarrarte) y por último, pero nunca menos importante, como tema de conversación, rompedor de barreras y oportunidad de compartir una historia íntima que tal vez, si no, nunca contarías.
En un mundo de bienes de consumo rápido y constante, de objetos de usar y tirar, la joyería va mucho más despacio y con mucho más cuidado. Promete la permanencia y la eternidad; invita al consumo consciente y responsable y nunca, por más rico que sea su dueño, se va a la basura.
Lo único verdaderamente sostenible es lo que no se consume, pero en segundo lugar va lo que nunca se tira, lo que es por definición perpetuamente reciclable y reciclado, lo que se hereda y se atesora, lo que tiene la capacidad de pasar mil años enterrado y aflorar con la misma entereza y casi más valor que cuando se lo tragó la tierra… De todos los restos que dejemos, será de las pocas cosas que se seguirán considerando un tesoro cuando todo lo que quede de nuestra civilización sea eso: basura.
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