La apasionante historia de la esclava que se convirtió en la modista más influyente de Washington
Siendo una mujer negra, esclava y madre soltera, nada hacía suponer que Elizabeth Keckley llegaría lejos. Pero terminó vistiendo a la primera dama, Mary Todd Lincoln, y convirtiéndose en una de las primeras escritoras afroamericanas en publicar un libro.
El día de la investidura de Abraham Lincoln como presidente de Estados Unidos, en 1861, las calles de Washington estaban especialmente agitadas y bulliciosas. A punto de convertirse en primera dama, Mary Todd Lincoln se citaba con Elizabeth Keckley en un hotel de la capital: “Ahora no tengo tiempo, pero me gustaría que te presentaras mañana a las ocho de la mañana en la Casa Blanca”, le dijo Lincoln a Keckley, según evoca esta última en sus memorias, Treinta años de esclavitud y cuatro en la Casa Blanca (1868). “El martes por la mañana, a las ocho en punto, crucé por primera vez el umbral de la Casa Blanca. Me llevaron a una sala de espera y me informaron de que la señora Lincoln estaba desayunando”. Con 43 años Keckley se convirtió aquel día en la modista oficial de Mary y en una de sus principales confidentes. Un hecho que sería mera anécdota si se desconoce el épico pasado de la costurera.
Elizabeth Keckley fue una pionera en la historia de la moda norteamericana. Triunfó y llegó a dirigir una empresa en la que trabajaban más de 20 personas. Una hazaña poco común en aquella época para una mujer. Mucho menos para una madre soltera, negra y exesclava. Su talento, su determinación y su habilidad con los tejidos hicieron que consiguiera el puesto más deseado: vestir a la primera dama. Pero Keckley no fue ‘solo’ la modista más influyente. En un periodo en el que era ilegal que un esclavo negro aprendiera a leer, también se convirtió en escritora y activista, prestando apoyo a muchos de los negros que llegaban a Washington escapando de la esclavitud. Su camino no fue fácil.
“Mi vida ha estado llena de acontecimientos. Nací esclava –fui hija de padres esclavos– por lo tanto llegué a la tierra libre de pensamiento pero encadenada en mis movimientos”, escribía la costurera en 1868. Aunque tiempo después descubriría que su padre no era un esclavo, sino el dueño de la plantación de Virginia en la que vivían, Armistead Burwell, algo tristemente habitual. Empezó a trabajar siendo una niña, cuidando de una de las hijas de la casa (su hermanastra): “Mi señora me animó a mecer la cuna, diciéndome que si cuidaba bien al bebé, si mantenía a las moscas alejadas y si no la dejaba llorar, me convertiría en su criada personal”. Mientras mecía la cuna el bebé cayó al suelo. “Mi señora me pidió que la dejara y después ordenó que me sacaran de allí y me azotaran por mi descuido. Los golpes no fueron suaves, quizá por ello recuerdo tan nítidamente el incidente”. Tenía cuatro años y ya sabía coser.
Su situación no mejoró según fue cumpliendo años, todo lo contrario. Cuando tenía poco más de veinte años fue violada repetidamente por un blanco y dio a luz a su único hijo, Geoge: “Si mi pobre niño alguna vez se sintió humillado a causa de su nacimiento, no podría culpar a su madre porque Dios sabe que ella no deseaba darle vida. Debe culpar a los edictos de esa sociedad que no consideraba delito socavar la virtud de niñas en mi posición”. Su matrimonio años después tampoco salió bien, el señor Keckley se convirtió en “una carga en lugar de un compañero” y terminó abandonándole.
En Saint Louis, empezó a coser para mujeres blancas, para evitar que vendieran a su madre, y terminó sustentando con sus ingresos a toda la familia arruinada dueña de Keckley, su madre y su hijo. En la ciudad de Misuri se labró pronto un nombre entre las mujeres de la alta sociedad que se convirtieron en sus principales aliadas y apoyos. Entre todas consiguieron los 1.200 dólares con los que Lizzie compró su libertad en 1855.
“Me criaron para ser resistente, me enseñaron a confiar en mí misma y a estar siempre preparada para ayudar a los demás. Creo que el desarrollo de estos valores es lo que me ha permitido triunfar sobre tantas dificultades”, reflexionaba la costurera. Había aprendido a cortar y coser de su madre, en su plantación, pero tenía un talento innato para intuir qué les sentaba mejor a las mujeres. En los mismos años en los que Charles Worth inventaba el oficio de couturier en París, Keckley, ya en Washington, escapaba a los límites del oficio de modista aconsejando a sus clientas sobre estilos y cortes. En una época en la que triunfaba el maximalismo y el exceso de puntillas y volantes, las creaciones de Keckley se caracterizaban por una sobriedad elegante que cedía el foco al corte. “Su estilo era muy minimalista y sofisticado, algo que la gente no suele asociar con la era victoriana. Sus diseños tendían a la simplificación sin muchos encajes ni lazos”, explicaba Elizabeth Way, investigadora del Smithsonian. Sus clientas respetaban su punto de vista y ella fue ampliando el negocio. “Trabajar como modistas representaba la oportunidad mejor pagada para las mujeres durante aquel periodo. Se sabía que los vestidos de Keckley eran muy caros, la envidia de todas en Washington”, añadía Way. Empezó a coser para las mujeres más célebres de la ciudad: la esposa de Jefferson Davis, Varina, la del general Lee y, por último, para Mary Todd. A la mujer de Lincoln, con una personalidad difícil según todos los cronistas, sabía llevarla con firmeza. Aunque lo que las terminó de convertir en amigas íntimas fue pasar juntas el peor duelo: los hijos de ambas murieron con pocos meses de diferencia en 1862.
Madam Elizabeth, una celebridad, se convirtió en una de las primeras afroamericanas en publicar un libro tres años después del asesinato de Abraham Lincoln. Su relato, que hoy es considerado el testimonio más valioso sobre la vida doméstica del presidente, no fue acogido con entusiasmo. Todo lo contrario, fue considerado el abuso de una negra que se tomó demasiadas libertades. “Hubiera sido mejor que se contentara con su aguja”, escribieron en The New York Times. “No podemos dejar de calificar muchas de las revelaciones hechas en este volumen como graves violaciones de confianza”. A Mary tampoco le gustó y rompió la relación con su amiga, que vio cómo su negocio menguaba cada día. Entonces se dedicó a la enseñanza: a regalarles un oficio a decenas de jóvenes mujeres negras que, como ella, acababan de escapar de la esclavitud. Elizabeth Keckley murió en 1907 igual que había nacido, sin nada, en uno de los refugios que había ayudado a construir durante la Guerra Civil. Pero en sus 89 años de vida desafió todas las barreras y con su audacia cambió la historia de la moda y la historia en general.
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