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Lo que esconde el ‘wabi sabi’ del zurcido: vuelve la belleza imperfecta de mostrar las costuras

En tiempos caseros en los que vuelve el remiendo de las prendas, las técnicas del bordado japonés nos muestran la belleza y virtud de exhibir los arreglos manuales.

Cuatro mujeres japonesas vistas de espaldas, en una imagen fechada en 1885.
Cuatro mujeres japonesas vistas de espaldas, en una imagen fechada en 1885.Getty

¿En qué hogar actual se puede encontrar un huevo de madera para zurcir calcetines? Quizás alguien tenga un par de ellos en un cuenco y los considere objetos decorativos sin emplearlos jamás para su misión esencial: la de facilitar el remiendo de los clásicos tomates, esos agujeros que se forman en la zona del dedo gordo del calcetín con más frecuencia de la que quisiéramos. No nos engañemos: coser botones, reparar bajos y zurcir boquetes es una tarea poco practicada en las casas de los menores de cincuenta años, quienes, por tanto, tampoco emplean con fluidez el vocabulario del remiendo. «Acerico», «cuentahilos» o «dedal» son hoy palabras prácticamente en desuso entre gente que no se dedica profesionalmente a la elaboración de prendas de ropa. Al hilo de esta realidad, y tras hacer una encuesta cualitativa informal, me atrevo a sostener que los costureros que guardan en sus viviendas la mayoría de los nacidos a partir de 1970 son más escuálidos que un personaje de Tim Burton. Alejados estéticamente de aquella oronda «caja de los hilos» de madera con varios pisos llenos de bobinas de hilo, corchetes, automáticos, cremalleras y agujas de mil tamaños que algunos vimos en casa de nuestros parientes, la función de los costureros de hoy es la de meros kits de emergencia para ese botón que se nos acaba de caer de la camisa.

En estos días intensamente caseros, ¿no sería buena idea armarse de valor y remendar por fin esos agujeros y desgarros que llevan meses en nuestra ropa? ¿Acaso el zurcido no está en línea directa con lo artesanal, con lo sostenible y, sobre todo, con el ansiado reencuentro con nosotros mismos? Si necesitamos discursos que lo avalen, tenemos ahí a Levi-Strauss con su Elogio de lo manual y a Richard Sennett con su ensayo El artesano. Ambos veneran el carácter meditativo connatural a las tareas manuales, reivindicándolas como los medios que han permitido a los seres humanos comprender la naturaleza en su conjunto.

Quizá el temor reverencial al zurcido proceda de la idea errónea de que este ha de ser tan invisible como las marcas de una operación de cirugía plástica; o es probable que se derive de la urticaria que nos provoca pensar en reproducir modelos femeninos de otras generaciones. Una vez más, la salvación nos llega de Japón y de su capacidad para convertir en arte las tareas percibidas como tediosas. Hurgando en la ancestralidad nipona encontramos (e importamos) conceptos que nos ayudan a repensar lo cotidiano. Uno de ellos es el de ‘wabi sabi’, que aboga por la valoración de la belleza imperfecta y vertebra procedimientos como el sashiko, una técnica de bordado y reparación textil donde las puntadas son tan visibles como los puntos de una herida quirúrgica y su correspondiente manchurrón de Betadine minutos después de una operación. El ‘wabi sabi’ no solo se aplica al zurcido sino también a la técnica de reconstrucción de objetos de cerámica llamada kintsugi, que no teme mostrar por dónde se hizo añicos aquella jarrita que se nos cayó al suelo.

Volvamos al sashiko: el término significa «pequeñas puñaladas» y sus puntadas corridas blancas sobre fondo índigo hoy pueblan las cuentas de Instagram de Oriente y Occidente. Su historia nos lleva a la dinastía japonesa Edo, en el siglo XVII, época en la que ya se empleaba este procedimiento para remendar las zonas más desgastadas de algunas prendas. Hoy se sigue practicando por todo el planeta para otorgarle nueva vida a todo lo textil, ya se trate de ropa, alpargatas o bolsas de tela.

La combinación entre funcionalidad y belleza es el alma del sashiko, y también de una de sus aplicaciones más practicadas: el boro o zurcido con parches, que se originó en una época de aislamiento en la que los campesinos no podían acceder a tejidos como el algodón con facilidad, así que empleaban los retales de otras ropas para reconstruir su vestimenta y, a menudo, para añadirle una capa guateada como aislante térmico. Así fabricaban los donja, unas prendas enormes y muy pesadas que también servían como colchas bajo las cuales las familias se acurrucaban para combatir el frío. El aspecto de estas prendas de patchwork a la japonesa se caracteriza por su toque desaliñado e incluso harapiento. Para rebatir a los que desdeñen su estética, se les puede hacer ver que el ethos del boro radica en su potencial para conectar el pasado y el presente, así como en su capacidad para luchar contra la obsolescencia planeada que sobrevuela nuestras vidas y, sobre todo, nuestros vertederos.

Por último, existe otra labor de aguja japonesa algo más ornamental que nos viene que ni pintada para esta cuarentena: se trata del semamori, una suerte de protección mágica que se obtiene a través del bordado. Estos pequeños amuletos bidimensionales se bordaban en la espalda de los kimonos, especialmente en los llamados hitotsumi, destinados a los bebés y sin costura central. La razón de esta práctica era crear un entorno de protección mediante estos talismanes, pues se consideraba que el mal solía atacar siempre por detrás. Se bordaban diseños abstractos geométricos, pero también abanicos, pinos o grullas, estas últimas portadoras de buenos augurios. ¿A qué esperamos para bordarnos los nuestros en la parte trasera del pijama?

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