Lucille Ball, la cómica que contradijo las normas mojigatas de la industria y abrió las puertas a la mujer en la televisión
‘Being the Ricardos’, con Javier Bardem y Nicole Kidman, retrata sus inicios televisivos y cómo la cómica se salió del guión, del plano, y contravino las normas mojigatas y conservadoras de la industria abriendo las puertas de las mujeres en televisión.
Quizá algún día no haya que reseñarlas, no haya que especificar que son mujeres creadoras, pero de momento aún hace falta. Y para explicar bien cuándo empezó todo se acaba de estrenar en Amazon Being the Ricardos, con Javier Bardem y Nicole Kidman, la nueva película de Aaron Sorkin (El juicio de los 7 de Chicago, El ala oeste de la casa Blanca, The Newsroom, La red social). Cuenta la historia de los entresijos televisivos de la serie Yo amo a Lucy, la primera sitcom, una de las ficciones fundacionales y pioneras de la televisión estadounidense, (la veían 60 millones de espectadores) que como ya sabemos lo inventó casi todo. La película también se para en la historia de amor tumultuoso de la protagonista Lucille Ball, y su marido, el cubano Desi Arnaz, coprotagonista de la icónica serie a la que persiguió el senador McCarthy y su maldita caza de brujas.
Pero al margen de esa visión política y personal (Sorkin lo mezcla bien, lo entrelaza para que nos quede claro que todo estuvo conectado), lo más interesante de la película es el retrato de cómo fueron esos inicios televisivos, cómo una cómica como Lucille se salió del guión, del plano, y contravino las normas mojigatas y conservadoras de la industria. La serie, que estuvo en antena desde 1951 a 1956 iluminó el ambiente de postguerra como una simpática comedia. Hay una anécdota que se explica en la película: los grandes almacenes abrían hasta tarde los lunes, pero lo cambiaron a los jueves, porque nadie salía de casa durante la emisión los lunes de Te quiero Lucy. Pero además, y eso es lo más importante, nos dejó para la historia un subtexto ambicioso: se puede desobedecer siempre, cuando las normas no son justas; somos nuestras mejores aliadas; nos entendemos y nos gustamos. Y sentó algunas bases para las creadoras audiovisuales que llegaron después.
A Lucille Ball, esa madre fundadora de la telecomedia estadounidense, ya le habían abierto el camino algunas otras creadoras. Gertrude Berg, por ejemplo, que en la década de 1920 creó la radionovela, The Rise of the Goldbergs, que triunfó de lo lindo. Versaba sobre la historia de una familia judía en América y se emitió en un momento en que el nazismo surgía en Europa. Tal y como que tal y como recuerda Joy Press en su libro Dueñas del show, Berg adaptó la serie a la tele años después: la escribió, la protagonizó y la produjo de 1949 a 1955 manteniendo el control creativo. Fue una de las 10 mejores series de la CBS en la posguerra. Pese a todo esto, Berg es una figura casi completamente olvidada hoy en día.
Sin duda inspiró a Lucille Ball, ex corista y actriz cinematográfica que atisbó un futuro en televisión cuando empezó a quedarse sin papeles de chica inocente, tal y como explica fenomenal la película de Sorkin. Llegó a la CBS y propuso crear su propia telecomedia. Los convenció para que contrataran también a su marido, con quien constituyó una productora con la que filmaron un prototipo en directo en celuloide. Gracias a esa iniciativa (por entonces las series se interpretaban y se emitían en directo, pero no se grababan) novedosa luego pudieron vender la serie, así que Yo amo a Lucy estuvo emitiéndose décadas por televisión y Ball se convirtió en un ejemplo a seguir para varias generaciones de actrices cómicas. Y se hizo rica, eso también. Ya no eran solo ellos los millonarios.
La serie fue la más vista en Estados Unidos durante la mayor parte de los 6 años que se emitió. Su creadora, Ball, se saltó la regla vigente de contratar solo a guionistas varones y puso en su equipo, como mano derecha, a Madelyn Pugh, que siguió con ella toda la serie. Tal y como se ve en la película, Ball se apoyaba en ella, le hacía caso, se dejaban llevar por su punto de vista femenino. Crearon juntas a un personaje, el de Lucy, que ha pasado a la historia de la tele. Pugh, que murió en 2011, a los 90 años había escrito para la radio, para la prensa (fue editora de un diario estudiantil en Indianápolis, su ciudad natal, donde tuvo por cierto un compañero de clase peculiar, Kurt Vonnegut, que años después alcanzaría la fama con libros como Matadero cinco, entre otros). Hay un momento de la película en la que Lucy le pide que sea ella y no su compañero guionista hombre la que le dé el broche a la escena que no ven clara: «Me importa lo que funciona, Mady, me importa lo que tiene gracia, me importas tú».
Ball y Pugh, como creadora y como guionista iniciaron un camino, tomando decisiones pequeñas y grandes que en aquel momento fueron revolucionarias, por el que luego transitaron muchas otras. Después de Ball, en los 60, llegaron otras mujeres que siguieron marcando la pauta, las primeras guionistas que se atrevieron a romper con los cánones, que desafiaron los límites y que por tanto cambiaron la industria.
En aquella época rara vez se veían mujeres emancipadas en televisión, pero eso cambió con el estreno en 1966 en la cadena ABC de Esa chica. La estrella en ciernes que era Marlo Thomas, que sin duda se inspiró en Lucille, había propuesto una serie basada en parte en su experiencia de joven actriz independiente que vivía en Manhattan. También contrató a mujeres guionistas, aunque en los créditos nunca figuró como productora… Fue una serie pionera, y como dice Marlo “una no tenía que ser la esposa la hija o la secretaria de alguien, podía ser ese alguien”. Fue una de las primeras sitcom, que se emitió hasta 1971, protagonizada por una mujer que no era ama de casa ni vivía con sus padres.
Después llego La chica de la tele, de Mary Tyler Moore, (CBS, 1970-1977), y tal y como cuenta Noel Ceballos en su capítulo 3º Rock, Detrás de las risas, del libro de ensayo, Sitcom, la comedia en la sala de estar, “puso patas arriba las férreas jerarquías de las cadenas de televisión y expandió de forma efectiva el papel de las mujeres en el proceso de producción. La chica de la tele no solo amplificó las virtudes de esa chica a la hora de retratar con franqueza la vida de una treintañera independiente, en el mundo moderno, también impuso como norma contratar talento femenino para puestos de guión y dirección”. El resultado: años después Tina Fey trabajó para la televisión y sobre todo, “sin el ejemplo de todas esas pioneras, las mujeres de las sitcoms habrían seguido siendo amas de casa o hijas obedientes a la autoridad patriarcal durante muchos más años, ellas fueron quienes les consiguieron el privilegio de ser metepatas, alcohólicas, idiotas, cachondas o irresponsables, exactamente igual que los hombres” apunta Ceballos.
Es decir, el icono televisivo que había sido Marlo le pasaba el testigo a otra mujer también soltera y trabajadora. Solo que Marlo dio un paso más: “nunca se había contratado a tantas mujeres para una serie, en algún momento, una tercera parte de las guionistas eran mujeres. Ellas pusieron a hablar a sus protagonistas de experiencias de pareja, de doble moral y de conflictos laborales”, apunta Press.
Para que Shonda Rhimes, Lena Durham y similares pudieran crear las ficciones con puntos de vista femeninos y feministas, sin ambages, que desde el 2015 ya inundan las pantallas, hubo otras mujeres creadoras como Lucille Ball, que se empecinaron en convencer a los carpetovetónicos ejecutivos de lo que se debía contar en el entretenimiento televisivo. Mujeres que se rieron del eterno femenino (como se hizo muchos años después en Mujeres desesperadas, por ejemplo). La tele que vemos ahora la llevan a cabo mujeres que vieron determinadas ficciones inspiradoras. En los años 50 se empoderaron, en los 80 se comprometieron políticamente, y en 2022 lo son todo.
En 2017, Lena Durham, creadora de Girls (HBO 2012-2017) publicó en The New Yorker el texto “Todo lo que aprendí de Mary Tyler Moore”, tras la muerte de la creadora de La chica de la tele. Dijo Lena que la serie había sido una master class cuando ella tenía diez años y que fue fascinante ver a una protagonista que era totalmente independiente pero insegura, y que tenía crisis y que tenía conflictos personales, laborales y que estaba ansiosa. Nos suena todo, la verdad.
La propia Shonda Rhimes, creadora de Anatomía de grey, y que tenia 18 años cuando se estrenó Murphy Brown, otra serie de mujeres rompedoras, fue de las primeras creadoras en practicar lo que se llama colorblind casting o la elección de actores sin tener en cuenta su origen étnico. ¿Resultado?: la famosa diversidad de Shondaland, como se llama al imperio creado por esta afroamericana, donde hay médicos, abogados y políticos de toda condición racial y sexual. De hecho, el éxito de Anatomía de grey puso fin a un prejuicio de la industria: el espectador no verá series de mujeres ni de personas de color.
La periodista de Los Ángeles Times, Mary McNamara visitó a los guionistas de la serie en 2005 y Rhimes le contó que “los guionistas hombres gruñen a veces y dicen, ‘eso es muy de mujer’. Y yo digo, por esas cosas de mujer veo yo la tele. Conque se queda” En aquella sala, escribió la periodista, había más del doble de mujeres guionistas que de hombres, por lo que la perspectiva masculina quedaba constantemente eclipsada.
En el libro Hombres fuera de serie, que analiza la transformación sin precedentes a finales de los 90 del panorama televisivo, el autor Brett Martin cuenta cómo, de pronto, irrumpieron en un mundo masculino y masculinizado, una tromba de personajes femeninos insólitos hasta el momento: “Podían ser corruptas, despiadadas, insensatas e incluso seres humanos heroicos por sí mismas. Eran implacables desde el punto de vista narrativo, no tenían clemencia con los que podrían ser los personajes favoritos de la audiencia, ofreciendo pocas catarsis o resoluciones sencillas”. Y se quedaron, afortunadamente.
En 1975, Gloria Steinem escribió: “Si vinieran extraterrestres para hacerse una idea de cómo son las mujeres estadounidenses, y solo pudieran saberlo a través de la tele o del cine, para empezar creerían que hay el doble de hombres que de mujeres. Pensarían que las mujeres dormimos con pestañas postizas y muy maquilladas (podríamos ir aquí a un momento concreto de La maravillosa señora Maisel, una serie de Amazon que recomiendo, donde cuenta esto tal cual). Algunas les pareceríamos una clase de siervas. Las que viviéramos solas seríamos casi sin excepción viudas, al menos hasta hace poco». Señalaba Steinem que dos series de televisión estaban poniendo en tela de juicio esta idea absurda y anticuada y cambiando las cosas: La chica de la tele y la serie que llevó a cabo Norman Lear, Maude (CBS 1972-1978). En ella la protagonista se había casado cuatro veces, apoyaba abiertamente el aborto, tenía carácter, fuerza y votaba al partido demócrata.
Pasaron diez años de esta cita de Steinem y llegó la creadora de Murphy Brown para seguir rompiendo esquemas. Cuando los ejecutivos le pidieron que escribiera que la protagonista se había retirado a un spa y no a una clínica de desintoxicación, que era lo que ella quería para su personaje, les dijo que NO. Después llegarían muchas otras y las reglas televisivas cambiaron y el medio se pobló de personajes femeninos poderosos. Dejaron de ser simples obstáculos o dinamizadoras de los avances del héroe. Y aquí estamos, extraterrestres.
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