‘Heridas abiertas’: fascinados por la mística del ‘show de la chica muerta’
Desde el ‘¿Quién mató a Laura Palmer?’ a la miniserie de HBO que protagoniza Amy Adams, la ficción se ha obsesionado con desentrañar el rompecabezas de la inocencia interrumpida por la violencia masculina.
Camille Preaker (Amy Adams) es una periodista alcohólica que regresa a su ciudad natal (la ficticia Wind Gap) porque el editor de su periódico le encarga cubrir la investigación del asesinato de una niña y la desaparición de otra en un corto plazo de tiempo. Camille también tiene 400 cicatrices repartidas por su cuerpo –palabras de autodesprecio esculpidas con cuchillas durante años de tormento personal– y tendrá que reencontrarse con los demonios que comparte con su madre, Adora Crellin (Patrica Clarkson), la ricachona del pueblo que controla a su antojo el devenir de sus (menos privilegiados) vecinos metiéndose whiskazos y arrancándose pestañas mientras, eso sí, viste los camisones más inquietantes (e impolutos) de la televisión.
Esta es la premisa con la que parte Heridas Abiertas (Sharp Objects), la gótica apuesta del verano de HBO basada en la novela de Gillian Flynn, la superventas autora de Perdida y culpable de centenares de ensayos sobre el estereotipo de la tía cool por un párrafo de su libro. Pese a la escasa credibilidad (y a momentos ridícula) caracterización del gremio periodístico, la miniserie que dirige Jean Marc Vallée (Big Little Lies, Dallas Buyers Club, Wild) tiene a Amy Adams preparando discursos de cara a la temporada de premios por la brutal bajada a los infiernos de su personaje y el necesario giro de género al arquetipo del atormentado investigador noir.
La crítica, que todavía no tiene muy claro si amarla u odiarla, vende al gran público esta miniserie recurriendo al efectivo arte del símil y la define como un «retorcido cuelgue infantil entre True Detective y Twin Peaks«. Nada más lejos de la realidad. Si algo comparte Heridas abiertas con esos dos pilares del (sobreexplotado) lado oscuro de la televisión es orbitar en torno al misterioso asesinato/desaparición de una joven de un pueblo aislado y enigmático. Un género sobre el que profundiza y reflexiona Alice Bolin en su reciente libro de ensayos Dead Girls: essays on surviving an american obsession (HaperCollins, 2018).
En un pueblo olvidado que nadie vigila, la chica muerta como crisol de la maldad
Desde el ‘¿Quién mató a Laura Palmer’?’, la ficción televisiva anda fascinada con desentrañar el rompecabezas de la inocencia femenina interrumpida por la violencia masculina. Series como The Killing, Top of the lake, Pequeñas mentirosas, Veronica Mars, True Detective o The Night of han explorado, desde distintos prismas, este escenario. Jóvenes torturadas y asesinadas de formas horripilantes para las que no hay redención posible porque solo podrán encontrarla aquellos que investigan su muerte.
La autora asegura que en este género –al que bautiza como ‘The Dead girl show‘– existen dos premisas que siempre suelen cumplirse. Por un lado, las chicas son retratadas como «seres salvajes», criaturas vulnerables en un patriarcado en el que «necesitan ser protegidas del poder de su sexualidad». El cuerpo femenino es, de forma complementaria, fuente y objetivo de la malicia sexual. En la primera temporada de True Detective, la trama tenía especial fijación por las strippers y trabajadoras sexuales –el personaje de Woody Harrelson engaña a su mujer acostándose con una prostituta a la que supuestamente ‘salvó’ siete años antes–. Twin Peaks fantaseaba con un submundo de adolescentes involucradas en orgías depravadas –Neil Marcus llegó a comparar a Laura Palmer con las ‘brujas’ de la puritana Nueva Inglaterra–. En Heridas Abiertas, el personaje de Amma, la hermanastra de Camille, representa esa sexualización salvaje y latente de lo aparentemente virginal.
«No te fíes ni de tu padre» sería la segunda premisa a compartir. Las figuras paternales y la autoridad masculina en estas ficciones «sostienen un interés siniestro en controlar el cuerpo femenino, y en consecuencia, acaban dañándolo». En Twin Peaks, el padre de Laura es el asesino –poseído por el espíritu de Bob–; en True Detective, la conspiración apunta a clérigos y políticos; en Heridas Abiertas, todo el pueblo desconfía del padre y del hermano de las dos niñas asesinadas, porque, además, el incesto es otro tabú común que sobrevuela en este tipo de tramas, con un bosque tenebroso como escenario donde el mal se personifica.
La cabaña de madera de Heridas Abiertas, los secretos que esconde el lago de Top of the lake, Carcosa en True Detective. La naturaleza como lienzo donde experimentar el mal. Lo resumía el sheriff Truman al agente Cooper: “Twin Peaks es diferente. Está muy apartado del mundo. Y, además, así es como nos gusta. Pero ese aislamiento también tiene un lado malo. Hay aquí algo satánico, algo muy muy extraño en estos viejos bosques”. La fantasía idílica del pueblo olvidado, ese al que ya nadie se molesta en vigilar, teñida por la oscuridad de un campo donde los hombres se creen libres para aniquilar la inocencia femenina.
El giro del antihéroe noir
Heridas Abiertas sigue la senda de otros recientes ‘shows de la chica muerta’ feministas (Top of the Lake, Veronica Mars o Jessica Jones ) que rompen con el patrón y colocan a la mujer como investigador de la muerte o desaparición de una joven mientras lidia con sus tormentos del pasado. Hasta su llegada, el cuerpo de la chica muerta era, en palabras de Bolin, «un campo neutral donde se solucionaban los problemas masculinos».
«Mientras un buen puñado de famosos antihéroes lidian con sus traumas y abusos del pasado a base de alcohol, un retrato honesto y matizado de las antiheroínas era un reto a ejecutar, especialmente en pantalla», escribe sobre la serie Arielle Bernstein en The Guardian. «Heridas Abiertas insiste en la idea de que para entender el sufrimiento femenino, el espectador primero tiene que ver a las mujeres como agentes, más que como objetos», matiza. Este es uno de los valores añadidos que aporta la adaptación de Gillian Flynn. La escritora, más que una ficción en la que se tortura a jóvenes en plena explosión hormonal, insiste en que la suya es una «historia sobre una madre, una hija y su relación tóxica, así como la ciudad que ellas dos mismas han creado». Si en Perdida Flynn retorcía el ‘la maté porque era mía’ de las pelis de sobremesa, en Heridas Abiertas hay chicas muertas, pero son las mujeres las que investigan, mandan en la sombra y quién sabe hasta dónde pueden llegar por su voluntad. «Hay muchísima violencia en el libro. Mujeres que son violentas y mujeres que son problemáticas. Y siempre fue mi intención describir a un pueblo formado y gobernado por mujeres y dominado por ellas. Esas mujeres no tienen por qué ser benévolas«, ha aclarado desde el princpio en las entrevistas.
En Dead Girls, Alice Bolin recuerda un ensayo de 1949 de James Baldwin sobre la masculinidad americana donde ya se lamentaba que la mujer fuese vista socialmente «como la encarnación sexual de lo demoníaco» y que el hombre hubiese quedado relegado a una retórica de inocencia en la que nunca es visto como instigador de la violencia, sino como a un pobre ser infantilizado socialmente, un niño torpe que actúa con brutalidad cuando se siente traicionado o provocado. «El niño nunca puede conocer a una mujer porque nunca se ha convertido en hombre», sentenciaría Baldwin hace ya más de medio siglo. Bolin ahonda más en esta idea y asegura que «estos niños, con sus quejas y anhelos, inventaron a la chica de sus sueños: la chica muerta». A tres capítulos del final, y a la espera de la resolución y catarsis final, Heridas Abiertas convencerá más o menos a la crítica, pero deja un legado que supone todo revolcón conceptual progresista de poder, acción y género en ese fascinante universo del ‘show de la chica muerta’. El de saber qué pasa cuando la que fantasea con ella (y lo escribe) es una mujer.
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