Amy Winehouse o el mito de la diva loca que murió con ella
Diez años después de su muerte, el panorama mediático ha cambiado de pies a cabeza: de la glamurización y espectáculo moralista del malditismo y las adicciones a un escenario que pide respeto, empatía y redención.
La periodista Amanda Hess reflexionó sobre el uso de la palabra loca para definir a ciertas personas en el perfil/entrevista que realizó a Sinead O’Connor en The New York Times con motivo de la publicación de las memorias de la cantante, Remembranzas. «Loca es una palabra que hace un trabajo cultural sucio. Es una forma distinta de hacer referencia a las enfermedades mentales, sí. Pero también es una etiqueta resbaladiza que tiene poco que ver con cómo funciona el cerebro de una persona y mucho con cómo se la recibe culturalmente. Llamar loca a alguien es la mejor técnica de silenciamiento. Le roba a una persona su propia subjetividad». Allí firmó una de las piezas que en el futuro podrían servir como prueba para contextualizar cómo hemos cambiado en el tratamiento de las artistas que durante su carrera arrastraron la fama de ser problemáticas por hacer las cosas a su manera, con sus propias batallas mentales, o cómo muchos querían reducir en esa prisión cultural de la que habla Hess: locas de atar. Frente a la perpetuación del espectáculo/chiste recurrente de aquella O’Connor que rompió una foto del Papa en Saturday Night Live para denunciar los abusos de la Iglesia —y los que ella misma había sufrido—, Hess escribió una pieza respetuosa, con empatía y espíritu redentor. Lo que se diría calar el ambiente en torno a la salud mental en la actualidad.
En el texto, O’Connor lamentaba que las dinámicas que se ejercieron sobre su carrera, como el silenciamento, el sexismo por no responder a la feminidad normativa y el espectáculo cómico global de su salud mental, se hayan seguido repitiendo con las artistas que le sucedieron, como Amy Winehouse o Britney Spears. «Lo que le hicieron a Britney Spears fue repugnante. Si te encuentras con un extraño en la calle llorando, lo abrazarías. No empezarías a tomarle fotos, ¿sabes?», afirmó en la entrevista.
10 años después de la muerte de Amy Winehouse, la hemeroteca todavía acumula un buen surtido de esas imágenes y vídeos a los que la irlandesa hace referencia. No son pocas las instantáneas o clips de YouTube de la británica y su moño despeinado, abrumada por los flashes que la rodeaban, famélica y vulnerable, con copas en su mano llegando a casa o saliendo del bar.
Eran los días en los que corrían como la pólvora los vídeos de Amy drogándose y escondiendo el material en su moño en plena actuación, o escondida y mirando con melancolía por la ventana de su piso en el norte de Londres mientras el resto del mundo se tomaba su vida como un chiste. El mundo también se burlaba a carcajadas del piso cochambroso de Pete Doherty y de la mala vida de los adictos, cuando se hacía clickbait (usar titulares llamativos para conseguir visitas en una página) sin disimulo de los extraños vídeos caseros en los que el cantante de los Babyshambles y Winehouse, los pobres niños yonquis herederos de la cool britania, alimentaban ratones recién nacidos en la oscuridad y puestos hasta arriba de lo que tuvieran cerca. Todas aquellas miserias eran dignas de capitalizar en una etapa sin compasión mediática y sin pedagogía sobre la salud mental.
Tuvieron que pasar cuatro años de su fatal intoxicación etílica el 23 de julio de 2011 para que empezáramos a instaurar una mirada horrorizada sobre nosotros mismos. Llegó el documental Amy, de Asif Kapadia, y se nos congeló la risa al comprender la explotación que la artista sufrió desde su entorno familiar más directo y su círculo afectivo. La agonía personal en primera persona que mostró aquella película llegó con los inicios del feminismo pop, con la resignificación de las historias de las mujeres, cuando nos animamos a escucharnos a unas y otras y, lo más importante, creernos. También con la voluntad de hacer entender el precio de la fama, el acoso de los fans y la sobreexposición mediática.
Winehouse fue la última estrella que vivió bajo ese yugo cultural de la diva loca. Después llegarían todas las demás para reivindicar el precio y la necesidad de atesorar y salvaguardar su salud mental. Ahí están Lady Gaga haciendo campaña por las supervivientes de las agresiones sexuales junto a Joe Biden, Demi Lovato hablando alto y claro sobre la bipolaridad, Taylor Swift exponiendo su batalla con sus trastornos alimenticios. Estrellas, como Britney Spears, que ahora viven en un mundo que pide empatía con ellas y resignifica su experiencia para poderlas liberar.
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