Érase una vez… ‘La princesa prometida’: así se escribió el gran cuento de los 80
Este viernes se reestrena en cines una de las películas que más emocionó a los niños de los 80. Este es el relato de la creación de una novela y un filme inolvidables.
La historia de la creación de La princesa prometida es un cuento de los de antes, de esos que siempre acaban bien y que tendría que empezar con un: “Érase una vez un padrazo, escritor y guionista, llamado William Goldman…”
Goldman ya había ganado un Óscar por Dos hombres y un destino (después ganaría el segundo por Todos los hombres del presidente), pero a él lo que de verdad le gustaba y lo que siempre consideró como su mejor obra eran los cuentos que inventaba para dormir o entretener a sus hijas, cuentos que siempre olvidaba. Hasta que no lo hizo. Lo explicó él mismo en sus memorias Nuevas aventuras de un guionista en Hollywood (Ediciones Plot):
“De todos modos, hacia 1970 yo iba camino de la Ciudad Mágica y les dije a las niñas […] ‘Voy a escribiros una historia, ¿de qué os gustaría que tratara más que nada en el mundo?’ Y una de ellas dijo de ‘princesas’ y la otra dijo de ‘novias’. ‘Ese será el título entonces’, les dije. Y así se quedó”.
Había nacido La princesa prometida, aunque su redacción no iba a ser un juego de niños. Goldman se bloqueó. Le echó la culpa a California, lugar donde el oriundo de la gélida Illinois admitía que era imposible concentrarse. Entonces dio con la solución: “Mi libro sería un compendio de un libro anterior, escrito por S. Morgernstern”. La metafacción desbloqueó la creatividad de Goldman. Afloraron Buttercup, “la chica más guapa del mundo”, Westley y su “como desees”, el gigante Fezzik, el siciliano Vizzini y su sempiterno “¡inconcebible!”. Y, por supuesto, el gran Iñigo Montoya y su “Tú mataste a mi padre, prepárate para morir”. Se publicó en 1973, fue un notable éxito de ventas y FOX adquirió los derechos de su adaptación; pero Goldman no encontraba quien lo adaptara. Sonaron François Truffaut, Richard Lester o Norman Jewison, pero nadie se atrevía con semejante sobredosis de fantasía. Goldman se deprimió, máxime después de contraer una neumonía: “Me di cuenta de que tenía cuarenta y dos años, cero dólares en el banco y dos hijas a las que había que mantener”. Así que el padrazo se puso a escribir como un poseso nuevos guiones y a corregir proyectos ajenos. Tanto trabajó que ahorró lo suficiente como para recomprar los derechos de su libro más amado.
Ahora era una cuestión personal. En uno de sus intentos, Goldman le hizo llegar la novela a Carl Reiner, director, actor y autor de prestigio. Como sabe que su hijo es fan de la obra de Goldman, Carl le presta el libro a su hijo Rob. Fue un flechazo automático: “me enamoré de él, era lo mejor que había leído nunca”. Pero Rob, por entonces, tan solo era actor. Pasaron diez años y se convirtió en director. Rob Reiner había firmado dos películas: la madre de todos los mockumentaries, This is Spinal Tab y una comedia romántica para adolescentes titulada Juegos de amor en la universidad. Pensando en su tercer proyecto, recordó aquella novela que tanto le había fascinado. Reiner cuenta en el making of que eso fue lo que convenció a Goldman para permitir acercarse a su querida novela: “había rodado primero una sátira y después una historia de amor. La princesa prometida era la mezcla de ambas”.
Tocaba encontrar a sus singulares protagonistas. Reiner atravesó el Atlántico para probar con Cary Ewes, al que fueron a conocer a Alemania, donde rodaba. Era una empresa complicada, pues se hizo tras el hoy muy de moda desastre de Chernobil. Una joven Robin Wright, actriz del culebrón Santa Bárbara, interpretaría a la bella Buttercup. Según Goldman: “era una chica de unos veinte años, sin experiencia ni formación”. Con un padrastro inglés, era capaz de hablar con acento británico. “También era importante que fuera la mujer más bella de la tierra, y por supuesto, eso es pura cuestión de gusto personal, no hay una sola mujer más bella… pensé que iba a ser la estrella femenina más grande del mundo”.
Aunque la productora consideró a Arnold Schwarzenegger para Fezzik, el hombre más fuerte del planeta, Goldman se enamoró de André el Gigante en un espectáculo de wrestling en el Madison Square Garden.
Por supuesto, la memoria del rodaje de Cary Ewes, As You Wish: Inconceivable Tales from the Making of The Princess Bride es también un cuento de hadas. Todos eran felices y comieron perdices. Sin embargo, si se lee entre líneas, Reiner acabó un poco harto de las manías e inseguridades de Mandy Patinkin, el habilidoso Iñigo Montoya, y de Wallace Shawn, que interpreta al derrotado Vizzini en la Batalla de Ingenios. Para un director criado en la televisión, la meticulosidad de los actores de teatro resultaba exasperante. Por suerte, estaba André el Gigante para compensar. André era el alma de la fiesta, un tipo que, según Robin Wright: “podía beberse una caja de vino y ni siquiera cogía el puntito”.
La película se estrenó sin demasiado éxito. No funcionaba porque la distribuidora no sabía cómo venderla. Goldman reconoció que ese era el motivo por el cual tantos hombres de talento habían renunciado al proyecto: “¿qué era exactamente la película? ¿Era una comedia? Crucemos los dedos, sí. ¿Una película de acción? Volvamos a cruzar los dedos. ¿Una parodia? Yo no hago parodias, pero a mucha gente le pareció que lo era. ¿Una historia de amor? Ya lo creo”.
Afortunadamente, tuvo su particular “continuará…”. Se convirtió en uno de esos fenómenos asociados al VHS, lo cual tiene su lógica: el rewind era clave para memorizar una y otra vez sus lapidarias líneas de guion. Se hizo tan popular que hasta Juan Pablo II, según la versión del cuento de Cary Ewes, le comentó que era fan en una recepción papal. El boca oreja llegó hasta a la mafia neoyorquina, que susurraban el mítico: “Me llamo Iñigo Montoya” en sus fechorías.
Hoy, La princesa prometida se ha convertido en objeto de estudio académico: Hadley Freeman, por ejemplo, lo considera un icono feminista en uno de sus ensayos de Time of my Life (editado en español por Blackie Books). Lo cual no está nada mal para lo que empezó por ser un cuento que un padre empezó para entretener a sus hijas. Padres y madres todavía ven y leen con sus hijos este cuento que, en el fondo, y tal y como escribió Goldman en la novela, es una historia sobre “el amor verdadero, que es lo mejor del mundo, después de los caramelos para la tos”.
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