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El mundo en un bolso

«El bolso es la habitación propia que tantas veces no se tiene en casa»

Bolsos

Mi amiga Carmelia odia los bolsos grandes: dice que aprendamos de los hombres, que se las arreglan, y muy bien, con la tarjeta de crédito y las llaves. Por si caso, ella añade algo de dinero, sobre todo para dar a quienes sabe que no piden por placer. Mercedes no puede vivir sin mochilas mayores que su tamaño y que parece usar para esconderse simulando que busca encendedor o teléfono. Nélida mantiene un orden compulsivo en su bolso, el mismo que en su casa. Amparo lleva tiritas para vendar heridas ajenas. Carmen no se olvida de los preservativos, que sustituye con la mayor seriedad cuando se han caducado. Lola dice que sin un libro el suyo está deshabitado; y así otras historias que confirman que necesitamos estar asidas a un elemento que prolongue nuestro ser social.

El bolso es la habitación propia que tantas veces no se tiene en casa. Hace años, las muchachas en flor transportaban entre las costuras de sus bandoleras los diarios del amor o desamor con el mismo empeño con el que hoy se protege de indiscreciones tutelares el SMS de un amante. La imagen exterior del bolso no entra en esta historia, importan las geografías personales que guarda, el pintalabios usado para seducir, las fotos de la cartera, ese papel arrugado, las llaves de abrir (y alguna de cerrar) y el bolígrafo con el que anotar un número de teléfono nuevo.

También las pastillas para el dolor de cabeza, un paraguas por si llueve y varias monedas que nunca forman cuenta exacta al pagar en el supermercado. El mundo se puede recorrer desde los bolsos que lucimos. En compartimentos, estancos o en alegre bullicio, una madre lleva un chupe tenga o no al hijo con ella, y jóvenes que parecen no destetadas son incapaces de deambular por la ciudad sin botellas de agua de las que mamar varias veces a la hora.

El ordenador va junto a la nota de la compra, un collar para la noche, gafas de repuesto, caramelos de menta, compresas, facturas viejas, un lápiz sin punta, un plano del metro, un cuaderno precioso que nunca se usó y varios azucarillos con el papel roto. También la propaganda que reparten en la calle y que no se tira por respeto a la persona que la entrega –a veces de la misma edad y con los mismos sueños–, una página arrancada misteriosamente de un libro, una linterna, unos clínex, la crítica de la película que se quiso ver y, ¡ay!, el exhibidor fue más rápido retirándola, y varias tarjetas que son solo nombres escritos en papel. Ninguna de mis amigas lleva pistola ni espráis defensivos, tampoco paquetitos envueltos en papel de aluminio. Pueden llevar, sí, pimienta y canela en rama compradas días atrás. En el bolso caben pesadillas, alucinaciones y hasta los sueños.

Entiendo que nos abracemos a estos complementos porque son refugio y última instancia, el lugar en el que transportamos el parte médico que dice que el cáncer está curado o el certificado de defunción de quien amamos. Un bolso no es un contenedor, podría ser un poema, suele convertirse en la chica que somos. Un bolso abandonado inquieta, es señal de que algo va mal. Ana Karenina lanzó el suyo antes de saltar a las vías del tren. Quizá salvarlo fue un último intento de salvarse a sí misma.

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