Catherine Deneuve: así se forjó la leyenda de la reina de la sensualidad distante
La icónica actriz ha cumplido esta misma semana 76 años. Recordamos cómo se convirtió en un icono que todavía hoy sigue siendo una de las artistas más demandadas de su Francia natal.
“Puede que yo parezca distante, pero quizá sea porque es esa la actitud que quiero que tengan conmigo”. Estas palabras han salido de la boca no sólo de una de las musas del cine francés, sino de una de las mujeres que mejor han representado un canon de belleza que, por mucho que pasen los años, sigue cautivando a millones de espectadores por su sensualidad innata y su hermetismo ante las cámaras. Hablamos de Catherine Deneuve, a quien en numerosas ocasiones han apodado como La Doncella de hielo. Acaba de soplar 76 velas. Aunque lejos de retirarse, resulta de lo más fascinante que aún hoy en día siga participando en una media de tres películas por temporada en nuestro país vecino. Su encanto glacial es intergeneracional y está a prueba de modas.
Nacida en una París que en 1943 estaba tomada por los nazis, aun siendo hija de los actores Maurice Dorléac y Renée Deneuve (que este pasado mes de septiembre cumplió 108 años), nuestra protagonista se crio en un ambiente puramente burgués. Dedicarse a la interpretación no estaba entre sus planes. De hecho, su hermana mayor, la también actriz Françoise Dorléac, fue quien le animó a probar suerte en la industria. Françoise, con quien se llevaba un año y medio de diferencia, a principios de la década de los sesenta era considerada la guapa de la familia; la mujer que con su carisma y su personalidad independiente hacía añicos los corazones de muchos hombres. En definitiva, la estrella en ciernes. Ambas fueron incluso amantes de François Truffaut en diferentes etapas de su vida, pero Catherine respetaba tanto a su querida hermana que, para no ensombrecerla más de lo debido, adoptó artísticamente el apellido materno. Trabajaron juntas en diversas ocasiones, pero tras el rodaje del musical Las señoritas de Rochefort, de Jacques Demy, un accidente de coche acabó con su prometedora carrera el 26 de junio de 1967.
Hasta treinta años más tarde Deneuve no se vio con las fuerzas necesarias para recordarla en Elle s’appelait Françoise, un libro con el que gracias a la ayuda de Patrick Modiano se abrió en canal y rememoró el que para ella fue el momento más traumático de su existencia. La Rubia de hielo (gracias a los tintes capilares, todo sea dicho) no lo es tanto como parece. “Siempre me dio miedo la fama y prefiero utilizar mi vena tímida para marcar distancias”, ha llegado a afirmar. En realidad, la imagen que proyecta es una coraza para esquivar los golpes más duros.
Su primer gran papel protagonista fue en el musical de 1964 Los paraguas de Cherburgo, también de Demy y ganadora de tres premios en el Festival de Cannes, pero la leyenda de Deneuve realmente empezó a forjarse un año más tarde de la mano de Roman Polanski en Repulsión. En ella interpretaba a una tímida Carol Ledoux, una muchacha reprimida sexualmente que experimentaba deseos contradictorios hacia los hombres. Si algo estaba claro es que la actriz no iba a aceptar guiones convencionales o aptos para todos los públicos, cuya idea no hizo más que reforzarse en 1967 cuando bajo las órdenes de Luis Buñuel interpretó a Séverine en Belle de jour, donde se metió en la piel de una burguesa de existencia vacía que ejercía la prostitución y no tenía reparo alguno en explorar su lado más sadomasoquista. Aunque eso sí, vestida de Yves Saint Laurent y calzada por Roger Vivier. El cineasta aragonés no solamente era consciente del aura virginal que desprendía Deneuve, sino que se aprovechó de ello llegando a decir que “es bella como la muerte, seductora como el pecado y fría como la virtud”. Por todo el mundo es conocida la mala relación que mantuvieron en el set de rodaje, aunque eso no impidió que volvieran a coincidir en 1970 en Tristana. Belle de jour, indiscutiblemente, elevó a la perversión sexual y a su protagonista a las categorías de mito.
Deneuve siempre hace de Deneuve. No es lo que se dice una actriz de método. Su personalidad es tan arrolladora y enigmática que, independientemente de la cinta de su extensa filmografía que uno vea, ya se sabe de antemano con qué nos vamos a encontrar. Lo mismo ocurre con su compatriota Isabelle Huppert. A pesar de que en 2012 interpretara a la Reina de Inglaterra en la exitosa (al menos, en Francia) Astérix y Obélix al servicio de su majestad, nunca ha sido un nombre justamente reivindicado en Hollywood. Ni falta que le hace. Solamente estuvo nominada al Oscar por aquella Indochina dirigida por Régis Wargnier en 1992 y se mostró del todo impasible cuando un año más tarde, el 29 de marzo para ser más concretos, en el Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles Emma Thompson le arrebató la estatuilla por su trabajo en Regreso a Howards End. Deneuve está por encima de ello. El cine de autor europeo en general, y el francés en particular, siempre la ha reverenciado como la musa que en realidad es. En su casa atesora dos César, así como un par de Copas Volpi y Palmas de Oro, entre otros muchos galardones.
Asimismo, muestra de su belleza eterna está en el hecho de que en 1985 su cara se esculpió en decenas de miles de bustos de la Marianne, la figura alegórica que simboliza a uno de los símbolos nacionales de la República Francesa. Aunque años después de aquello, todo sea dicho, no le preocupa lo más mínimo lucir sus arrugas. “Una mujer y un hombre envejecen cuando dejan de resultar deseables. Por eso, la edad puede ser importante, pero lo son aún más las ganas que uno muestre por seguir viviendo, por mostrarse vital, con deseo de gustarse y de gustar. Si estás seguro de lo que proyectas, no has de tener miedo a la vejez”, llegó a afirmar cuando en 1997 una encuesta popular la proclamó como la abuela ideal de Francia. Por mucho que patinara a principios del pasado año firmando un manifiesto en el que cien intelectuales franceses criticaban el puritanismo sexual en la era del #MeToo (días después matizó su idea en las páginas de Libération escribiendo “saludo con cordialidad a todas las víctimas de actos detestables que hayan podido sentirse ofendidas. Es a ellas, y sólo a ellas, a quienes me disculpo”), no cabe duda de que su frialdad marcó y sigue marcando una época.
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