Diario de una ‘runner’ inexperta: 1. Aprender lo que es arrastrarse
No saben lo que es arrastrarse. Nada que ver con el deseo; con convocar el final de la jornada laboral, con ansiar engullir tras saltarse el desayuno, con invocar (infructuosamente) a un amante o con domesticar la resaca. Arrastrarse es un kilómetro. Es sentir que las piernas fallan, las rodillas se agarrotan y los omoplatos se hunden. En caída libre. Es saber que las fuerzas flaquean y el cuerpo se dobla. Justo cuando queda eso, un kilómetro.
Llevo sin correr un año. Y sin correr en serio toda la vida. Adopté la tradición del running para sacudir el cansancio, doblegar la resaca y multiplicar endorfinas. Nunca para alcanzar una meta. Pero me gusta (mucho) hablar. Y me cuesta decir que no. Así que cuando el pasado junio me propusieron participar en la medio maratón de París acepté. Sobraba tiempo para prepararse. La fecha estaba ahí (6 de marzo) pero el calendario engañaba llenándose de compromisos. Y mi mala memoria para los desafíos lejanos se empeñó en posponer el entrenamiento. Hasta que el viernes recibí un correo. “Tienes que inscribirte ya”, me recordaba quién me había lanzado el guante. Lo hice y de repente, me entraron las prisas.
Contacté con una colaboradora de este medio, curtida en maratones. “Tú estás loca, para 22 kilómetros, necesitas al menos 12 semanas de preparación”. Quedan cinco. A la desesperada, llamé a un par de entrenadores personales. “¿Pero ya lo habrás intentado con una de 10?… ¿y con una de 8? ¿Cuál es tu condición física?”, me preguntaron desde Saludando. Desconozco el significado de desfallecer a los siete kilómetros; como máximo y en la época en la que sí practicaba el running, habré recorrido seis. Mi dieta deportiva: bikram yoga una vez a la semana; pesas, dos y bici para ir a trabajar … a veces. Eso sí, yo me cuido: mucha verdura, mucha fruta, bastante legumbre, bastantes frutos secos. Huevos, avena, kéfir, tofu, pasta integral. Poca carne y algo de pescado (al parecer pertenezco a la tribu de los flexiterianos). Mi desayuno –pan de centeno untado con aguacate, avena y pipas; kiwi o un zumo; jengibre a palo seco y un actimel– arranca miradas de sospecha entre mis compañeros de redacción. Por no hablar de las cinco comidas diarias y la cantidad de té y agua que engullo. Soy el terror de la bollería industrial (aunque las panteras rosas y las chips ahoy me desarman y mi debilidad por las campurrianas y a las digestive me ha valido otro apodo: monstruo de las galletas). Capítulo aparte merece mi adicción al chocolate y la Nutella. Vicios.
Despertarse para salir a correr a tres grados no era tentador a pesar del paisaje: Moulin-Galant en Corbeil Esonnes, una localidad al Sur de París bañada por el Sena. Arrancar con ochentosidades varias (Yazoo, Siouxie and The Banshees, Duran Duran) en el iPhone facilitó el esfuerzo. Me sentía bendecida: los niños me miraban sonrientes y algunas mujeres con envidia: había osado madrugar un sábado para hacer deporte. No me costó… demasiado: este sábado corrí 40 minutos, sin forzar, a mi ritmo. Y eso que estiré. Y eso que terminé con unas asanas. Pero 40 minutos de lucha libre contra el kilómetro me dejaron la rodilla derecha inflamada y pinchazos en las caderas. Y sí, el último fue el peor. “Lo normal es despertarse al día siguiente con agujetas y tú las tienes ya”, me recordó mi anfitrión dos horas después del primer intento. Y eso que había estirado. Y eso que me machaqué a asanas. Pero 40 minutos de lucha libre contra el kilómetro me dejaron la rodilla derecha inflamada y las caderas doloridas. Y sí, el último fue el peor. Ahora sé lo que significa arrastrarse.
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