Cayetana Álvarez de Toledo: “La Guerra Civil se produjo tras un golpe de Estado”
La antigua portavoz de los populares en el Congreso habla de su destitución, de su “experiencia antiidentitaria” o del nivel del debate político, y deja claro que no se arrepiente de nada
Políticamente indeseable… no es un juicio de valor, ni un insulto. Es el título de lo que será el libro de Cayetana Álvarez de Toledo (Madrid, 46 años) que aparecerá este otoño en Ediciones B. En sus páginas habla de los sinsabores de la política, de sus visiones entre la realidad y el deseo, de sus ancestros o procedencias y, en esta entrevista que sigue, también.
Pregunta. La última entrevista que le hicimos en EL PAÍS fue un terremoto. La destituyeron de su cargo de portavoz del PP en el Congreso.
Respuesta. Me ratifico en lo que dije entonces. Pero la destitución ya venía fraguándose desde antes. Lo sorprendente es por qué me nombraron… Pero yo venía a hablar con usted de mi abuela y Leonard Bernstein, el director de orquesta.
P. ¡Anda! ¿Lo conoció ella?
R. Fueron muy amigos. Era francesa y se convirtió en una gran violinista. Se relacionó con los músicos y escritores de vanguardia en París. Al huir del nazismo se va con mi padre a Nueva York. Para ganarse la vida, toca el violín y ahí conoce con cincuenta y pico años a Bernstein, que era un joven de veintipocos. Conversaban, se visitaban, se conservan cartas, fotos. Ella era una mujer indómita, de una fortaleza extraordinaria y muy moderna. Su marido, aristócrata arruinado de Nápoles y de ascendencia española, conoció a Marcel Proust. Pertenecían al maravilloso mundo de ayer, que ya se volatilizó.
P. Maravilloso y espantoso, en cuanto al horror y la diáspora a la que veo que usted pertenece.
Tengo una experiencia antiidentitaria, personal, afectiva e intelectual. Cuando me dicen que ser cosmopolita es un insulto me caigo de espaldas del asombro
R. Sí, mi padre me llamaba res nullius, cosa de nadie. Nací en un limbo jurídico. Tenía que haberlo hecho en Buenos Aires pero vine al mundo en Madrid un mes antes de que mi madre volviera. Ella fue una niña rebelde de izquierdas que junto a su pareja de años, el artista Rómulo Macció, se fue a Cuba a hacer su particular revolución. Después conoció a mi padre, un seductor maravilloso que había trabajado en la radio a las órdenes de André Breton y dio la noticia del desembarco de Normandía, se enroló en el ejército y se casó dos veces antes de conocer a mi madre. Cuando a mí me preguntan de dónde soy, digo apátrida hasta los 18 años. Tengo una experiencia antiidentitaria, personal, afectiva e intelectual. Cuando me dicen que ser cosmopolita es un insulto me caigo de espaldas del asombro.
P. Lo suyo es un novelón. Pero si mira usted su página en Wikipedia parece una novela de caballerías o una cosa heráldica de títulos aristocráticos. ¿Es bueno eso hoy para una carrera política?
R. Bueno, pero eso es parte de la caricatura que se hace de las personas, la simplificación y jibarización de las ideas que da lugar a calificativos como: “Cayetana marquesa ultra”. Ser aristócrata no es ser más ni menos que nadie.
P. Tiene la nacionalidad española desde 2008. Para ser reciente, le ha dado fuerte.
R. Soy constitucionalista militante. Sí, creo que la España constitucional es una historia fascinante y conozco la historia de España desde antes de obtener el pasaporte. La estudié a fondo en Oxford pero también viene de mis veranos en Medinaceli, donde nos llamaban las “gauchitas” a mis hermanas y a mí. Hoy soy española por elección, porque pude y quise serlo.
P. ¿En Oxford, dice?
R. Sí, allí llego con mi anglofilia y mis esnobismos franceses a cuestas y empiezo a ir a unas clases de John Elliott sobre la España de los siglos XVI y XVII. Luego, él me dirigió la tesis.
P. Como historiadora, cuando usted escucha que la Guerra Civil no vino de un golpe de Estado, ¿qué piensa?
R. Claro que fue un golpe de Estado. El problema es la simplificación de las cosas. Hay que conocer lo que ocurrió en la Segunda República. Nada es blanco o negro. Hubo gente terrible a derechas e izquierdas pero los hechos son los hechos.
P. Conviene recordar eso cuando vivimos una polarización insoportable a izquierda y derecha. Cuando ambos bandos hablan de guerras culturales, ¿podrían hacer el favor ambos de cambiar el término, no ensuciarlo y hablar de guerra ideológica?
R. Yo reivindico el término en cuanto a una cultura transversal, democrática, que es lo que nos une para poder convivir en paz. Si promovemos una concepción identitaria que lo rompe, debemos oponernos. Soy beligerante en eso. No soy moderada en defensa de la libertad individual y los principios básicos. El nacionalismo y las políticas identitarias merecen ser combatidas ahí. Lo que no entiendo es la actitud de la izquierda a la hora de reescribir la historia.
P. Bueno, reescribir la historia es decir que la Guerra Civil no se produjo tras un golpe de Estado.
Uno de los problemas de la derecha en estos últimos 30 años es que lleva pidiendo perdón y asumiendo una superioridad moral de la izquierda demasiado tiempo
R. Hay que entender lo que fue el horror de la Guerra Civil, la dictadura y el golpe de Estado, como historiadores y con verdad fáctica. Lo que no se puede pretender es utilizar eso para ganar hoy batallas perdidas de entonces. No se pueden romper los consensos generales. Pero uno de los problemas de la derecha en estos últimos 30 años es que lleva pidiendo perdón y asumiendo una superioridad moral de la izquierda demasiado tiempo.
P. Otro término discutible. ¿Superioridad moral de la izquierda? ¿Desde cuándo? ¿O el nacionalcatolicismo no fue superioridad moral de la derecha?
R. Eso es una revancha. Pero, ¿por eso debe existir ahora una nueva superstición en esos términos de la izquierda? ¿Por existir eso debe ahora crearse en sentido contrario? Eso estuvo mal, soy una acérrima adversaria de ese concepto y lo mismo de la superioridad moral que exhibe la izquierda, que ahora vuelve a ser mojigata, puritana, inquisitorial, pendenciera, dando lecciones a todo el mundo. No puede ser.
P. ¿Se podría llegar a una síntesis entonces?
R. Sí, la Constitución. O una plataforma como fue Libres e Iguales, donde había gentes de izquierda y derecha. Ese es el pacto de convivencia posible.
P. De sus tres pasaportes, francés, argentino y español, ¿qué tanto por ciento hay de cada nación en usted?
R. Mezcla extraña, que diría el tango. De hecho falta el británico, porque soy muy anglófila. Pero no tengo interés en ir acumulando pasaportes. La infancia la pasé en Inglaterra y mi edad adulta llegó allí, en la universidad. Mi manera de entender la política y la vida del individuo en la sociedad es muy anglosajona.
P. ¿Thatcheriana?
R. Desde luego, en lo maravilloso: la responsabilidad del individuo en su destino.
P. ¿Y el leve acento argentino que le queda?
R. Eso no determina la ciudadanía, es un rasgo de parte de quien soy y de mi vínculo con Argentina. A mis hijas les hace gracia. La identidad es un caldo variable en el que todo se mezcla y cambia muchísimo a lo largo de la vida. A mí me emociona escuchar a Adriana Varela, a Mayte Martín y a Oscar Peterson o a Bernstein a partes iguales. Buscan lo universal en la música: un fonema, una sintaxis universal frente a la vuelta a la tribu. La música es un camino para eso.
P. El tribalismo está en Vox, con quien su partido pacta.
R. Está en muchas expresiones identitarias y a mí no me gusta, siempre lo digo, el tribalismo de Vox como reacción esencialista española a la centrifugación nacionalista periférica. La visión orgánica de la nación es una equivocación.
P. ¿Perdonó a Carmena lo de la Cabalgata de Reyes?
R. Al año siguiente…, cuando vi a los reyes magos con trajes plisados de Fortuny. Aquello fue un tono irónico y como yo no uso emoticonos… Odio los emoticonos.
P. ¿Cómo disfruta de la vida? Transmite usted una imagen agria.
R. Claro, porque la política te endurece y te amarga. El combate externo contra el rival natural no lo sufro, lo disfruto. Lo que es muy duro es la batalla interna en los partidos.
P. ¿Ha perdido el tiempo en política?
R. No, no me arrepiento nada. Ni de haber estado ni de seguir. He disfrutado de la primera línea política.
P. ¿De su protagonismo?
R. No lo banalice…
P. ¿Del liderazgo…?
El día que no pones un tuit te lo recriminan y eso evita la profundidad, quedas en el griterío, la inmediatez, un escándalo sucede a otro...
R. Nunca quise ser número uno. Lo que me interesa es debatir, preocuparme por el futuro del país. Luego viene lo demás, con sus luces y sus sombras. Hay una parte de eso que te chamusca y te destroza. A todos, pero no hay que quejarse.
P. ¿Ni ahora que parece eso una trituradora?
R. Porque estás más expuesto. El día que no pones un tuit te lo recriminan y eso evita la profundidad, quedas en el griterío, la inmediatez, un escándalo sucede a otro... No pasa nada. Todo se devalúa, no cala, tenemos memoria de pez.
P. ¿Le asquea?
R. Es una palabra muy fea, pero me genera inquietud.
P. ¿Infelicidad?
R. Esa es una palabra demasiado importante como para meterla aquí en medio. Necesitamos devolver racionalidad, la argumentación al discurso público.
P. Así, ¿tendrían ustedes el PP un éxito como el de Díaz Ayuso?
R. ¿Por qué? Ella no es una intelectual, no los hay en política. Pero le caracterizan dos cosas: una intuición y una actitud. Mantener la idea de apertura fue una intuición y luego le aplicó una actitud de valor. En política se puede ser cualquier cosa menos cobarde. Y ella mantuvo su posición frente a un blindaje general en tabla rasa y la gente lo premió.
P. ¿Damos la razón a quienes dicen de usted que su defecto es la soberbia?
R. Es un clásico, sí. Que lo que piensa la gente de mí es que soy soberbia. Pero soy más solitaria y misántropa. Tímida y frágil. Aunque me sobrepongo a mis inseguridades.
P. ¿Ganas de provocar?
R. No, no lo es, lo prometo. Puede parecerlo, pero no lo es.
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