Antonio Ortuño: “Mi labor no es redimir a nadie”
El autor mexicano analiza la realidad de su país a partir de 'El caníbal ilustrado', un libro con sus artículos de opinión
El día que pudo ganar más dinero como escritor que como periodista, el mexicano Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco, 44 años) dejó las redacciones. No las páginas de los diarios, donde lleva años publicando columnas, ahora todos los lunes en la edición mexicana de EL PAÍS. Muchas se encuentran en el volumen El caníbal ilustrado (Dharma Books), que ha publicado recientemente.
Pregunta. Escribe artículos de opinión desde 1997. ¿Tanto tiene que decir?
Respuesta. Si no creyera que tengo algo que decir habría cerrado la boca hace muchos años. Es mucho más cívico ser solo lector. Lo que no quería era seguir leyendo un lenguaje arterioesclerótico en los periódicos. Cuando empecé a escribir, la mayor parte de los periódicos del país y de mi ciudad tenían un código de los años cuarenta o cincuenta. Se habían creado estas metáforas inútiles por las que un corrector de estilo decía que no había que repetir la palabra agua y utilizaba el vital líquido.
P. ¿Cuáles son sus códigos?
R. Trato de usar un lenguaje personal y no comprar el lenguaje de los poderes. Hay muchas palabras que están vacías de tanto usarse o llenas de mierda. Cuando escribo periodismo trato de acotar las menciones a la intimidad o a asuntos que solo son interesantes para mí. El periodismo no puede perder la dimensión de la plaza pública. A la quinta cita de Foucault que leo en una columna me caigo, sobre todo si es en el segundo párrafo.
P. Se ha resistido a llamarlas ensayos.
R. Porque no están pensadas como ensayos. Cuando escribo un texto para un periódico o una revista, estoy pensando en [Jorge] Ibargüengoitia o Julio Camba, no en Alfonso Reyes. Sería deshonesto hacer pasar como ensayo algo que escribo todos los lunes. Mi propia forma de pensar coincide más con el articulismo, donde puedes pensar de lo mismo muchas veces, desde diferentes ángulos. Quien escribe un ensayo lo hace pensando para la eternidad, parece que lo escriben con cincel; yo no concibo así el periodismo.
Hay mucha madre Teresa en la narrativa mexicana. Me revienta
P. ¿Cuál es su formato ideal?
R. Parte de lo que me gusta del articulismo es que corresponde a la estructura de una canción de los Ramones: en tres minutos dices todo lo que tienes que decir y lo haces alto, fuerte y duro para que obtengas alguna clase de reacción, pero no extenderte mucho más.
P. ¿Es más fácil tratar con periodistas o con escritores?
R. El lugar común quiere que los escritores sean terriblemente arrogantes, mientras que los periodistas son los que están en la trinchera, pero he conocido infinitamente más periodistas arrogantes que escritores. El ego de quien reportea notas o cubre muy mal un Ayuntamiento no es menor al del tipo que emborrona unas cuartillas y compone una novelita.
P. ¿Qué implica no ser de la capital en un país tan centralista como México?
R. Durante mucho tiempo, que, sencillamente, no existía en términos literarios. Nunca me dieron la beca de jóvenes creadores, porque tenías que mandar unas cartitas de recomendación de personajes reconocidos para apuntalar tu trayectoria y los míos eran todos periodistas. No me gustaba el espíritu cortesano de la capital y por eso no me fui jamás. Quise creer que podía escribir de y desde donde estaba y eso implicó muchas cosas, como que no publiqué hasta los 30 años, mientras que el escritor promedio de La Roma o La Condesa [dos barrios de Ciudad de México] a los 16 ya tiene dos poemarios, cuatro becas, seis residencias y a los 20 un contrato. Yo bregué en el desierto un buen rato. Tuve suerte de que un editor me publicó y luego he podido elegir entre diversas ofertas editoriales. No se puede negar que uno debe tener cierta relación con ese centralismo, porque ahí están las oficinas editoriales, los editores y un núcleo muy grande de inteligencias de primera línea con las que vale la pena relacionarse. He tratado de establecer una relación de comercio justo: yo les doy los mejores textos que puedo y ellos me publican de la mejor forma que pueden.
Un artículo dura lo que una canción de los Ramones: tres minutos
P. Tiene familia española. ¿Qué le molesta de lo que se piensa de los mexicanos en España y viceversa?
R. Hay que entender que, para la educación pública mexicana, durante decenios hablar de España y de los españoles era como para los fanáticos de Star Wars hablar de Darth Vader, el Imperio y la Estrella de la Muerte. En el momento que cambiamos de modelo de educación pública, del nacionalismo revolucionario a la nada, se vio que esa relación no tenía por qué ser tan mala. Lo que me maravilla es lo poco que se sabe de México en España. Todavía mucha gente lo escribe con jota. Hay muchas distorsiones respecto a la imagen que se tiene. No tienen muchos referentes hasta que llegó el narco. En los últimos viajes, la gente me preguntaba por El Chapo; eso antes no pasaba.
P. Ha escrito de racismo, de narcotráfico… ¿Es imposible huir de la realidad de México?
R. Trato de pensar qué es lo que vale la pena contar del país de cada uno y no suelen ser las salchichonerías ni las juntas de padres de familia de colegios, sino esto que se sale del promedio. Contar el promedio es algo que le dejo a los escritores de provincia franceses; lo hacen increíblemente bien y les parece interesante hacerlo. No creo que pudiera narrar cosas sin narrar México. Y hay muchas maneras de hacerlo. Me ha desagradado el matiz que ha tenido durante mucho tiempo el cine mexicano y cierta narrativa mexicana, esas historias que cuentan los ricos y los aristócratas sobre los más miserables, historias redentoristas y condescendientes. Yo no podría escribir desde el Olimpo de los favorecidos. No creo que mi labor como escritor sea estar redimiendo a nadie. Hay demasiadas madres Teresa de Calcuta en las narrativas mexicanas, en el cine, la literatura, el periodismo. Y me revienta.
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