El apóstol resiste
La ruta jacobea, muy afectada por la caída del turismo que ha causado la pandemia, mantiene el tipo: tras 10 siglos de peregrinaciones está vacunada contra desastres
La mañana del 26 de julio, después de recorrer 162 kilómetros en siete días, desde O Cebreiro hasta Santiago de Compostela, Ángela Ramos, de 32 años, llegó a la plaza del Obradoiro e hizo una hoguera con su vida. Reunió en la emblemática plaza, sobre la que caía el sol a peso, todos los escritos que había hecho desde que empezó el Camino francés una semana antes. Había apuntado emociones, reflexiones, expectativas, historias; había tomado nota de todo lo que le llamaba la atención y de aquello que había superado o estaba por superar en su vida, y tras esto, y llegar rendida al Obradoiro, cogió todos los folios que guardaba entre las páginas del libro que estaba leyendo, Comfortable With Uncertainty, de Pema Chödrön, y los puso en el suelo para acercarles un mechero y prenderles fuego. Después, cogió a su amiga Lucía Cuiña, de 31 años, y las dos entraron en la catedral a escuchar la misa de la mañana.
Ángela y Lucía compartieron piso ocho años, cuatro en Brighton (Inglaterra) y cuatro en Madrid. Lucía regresará a Galicia en septiembre y las dos acordaron poner punto final a su convivencia haciendo el Camino de Santiago. Ángela, que trabaja en la industria farmacéutica, y Lucía, profesora, encontraron en los 162 kilómetros recorridos a pie una manera de despedirse la una de la otra, y también de unos años de su vida. “Después de tanto tiempo fuera, una de las razones para hacer el Camino fue reencontrarme con mi tierra”, dice Lucía.
Quizá la hoguera simbolizó una suerte de purificación para ellas que el mundo necesita, de alguna manera, para reiniciarse tras el virus. “Nos hemos reído, nos hemos cansado y hemos pensado mucho también”, añade Lucía. En los tramos más solitarios, aquellos en los que parece que uno se queda solo en la naturaleza, no usaban mascarilla; en el momento en que se avistaban peregrinos (“pocos, hay mucha menos gente”, señala Ángela) o entraban en un pueblo, se la ponían. “Máscara obligatoria, también para peregrinos”, se leía en varios sitios con mensajes traducidos. “En Portomarín nos dijeron cuando paramos que éramos 200 peregrinos; normalmente hay 3.000 al día”, apunta Lucía.
Al Año Xacobeo o Año Santo se le llama a aquel en el que el 25 de julio, día de Santiago Apóstol, coincide en domingo. 2021 es año Xacobeo, los últimos fueron 1993, 1999, 2004 y 2010. La leyenda dice que en el siglo IX se descubrió en Compostela el sepulcro del apóstol Santiago y que millones de europeos emprendieron la peregrinación para verlo en la Edad Media, con el favor de reyes y nobles de los pequeños reinos que establecieron unas rutas de peregrinación, conectando así España con la Europa cristiana.
Fue un ermitaño, sigue la leyenda, el que avisó al obispo de Iria Flavia de unas luces brillando sobre un monte (Compostela: campus stellae) y, tras acudir allí, se encontró una tumba con un cuerpo decapitado con la cabeza bajo su brazo, sosteniéndola con cuidado. El rey Alfonso II ordenó construir allí una iglesia (la catedral). Pocas leyendas y misterios más recurrentes que la de la tumba de Santiago Apóstol, y pocas investigaciones científicas exhaustivas a su alrededor sin que se haya podido contrastar nada al cien por cien. Hace dos años se supo de los restos de un muelle milenario en Padrón al que pudo haber llegado el apóstol. Hasta nuestros días ha llegado la historia de que, decapitado, sus discípulos metieron a Santiago en un barco con el que cruzaron el Mediterráneo y el estrecho de Gibraltar, hasta llegar a las rías gallegas; una leyenda aún mejor dice que el barco estaba hecho de piedra.
A pocos peregrinos les importa la verdad del Camino porque esa, la verdad y sus aspectos históricos y científicos, es la última razón para recorrerlo. El Camino, en este sentido, funciona como significante político: la gente necesita saber que está haciendo algo por un objetivo, o sentirse unida por algo. El Camino es andar, como dijo Machado. Y aquí se anda que da gusto. Como Esther Fernández y Goyo Velasco, un veterano matrimonio que hicieron el primer Camino en el mismo grupo de amigos, en 1993, antes de ser pareja, y repiten este año con sus dos hijos, de 13 y 15 años, para quienes es la primera vez. Hacen el Camino portugués desde Tui, 117 kilómetros en seis etapas, parando en hostales y pensiones. Al igual que Lucía y Ángela, en momentos de soledad, cuando el sol aprieta y el aire falta, se quitan la mascarilla.
Sus razones para hacer el Camino son iguales a las de otros peregrinos que se encuentran haciendo el tramo de Triacastela-Becerreá a finales de julio: la pandemia. La oportunidad de estar solos manteniendo distancia de seguridad, de no usar transporte, de perderse, de hacer algo que uno tenía pensado y no encontraba el momento. “Y qué mejor momento que este”, dice Esther, profesora en Caldas de Reis. “Siempre hay un viaje pendiente, una visita al extranjero y una ciudad que conocer y, en ese sentido, el Camino funciona de manera parecida, más introspectiva, pero haciéndolo uno se conoce mejor a sí mismo. A veces es mejor conocerse a sí mismo que a una ciudad, es más recomendable”, dice saliendo de Triacastela Carlos González, estudiante de Moda.
El Camino tiene una ventaja que no tienen Marbella, Ibiza o Sanxenxo: sabe de pandemias, de exterminios, de guerras. Se ve afectado, a nivel turístico son muchos los negocios que amenazan ruina y los albergues de la Xunta y los privados (muchos aún cerrados) sufren la ausencia de gente y las restrictivas medidas sanitarias, pero esto sigue porque lo que ha durado 10 siglos y lo que ha soportado ese tiempo está vacunado contra desastres. También los de 2020, que turísticamente bien pudo quedarse en cenizas durante la pequeña hoguera que Ángela Ramos hizo antes de conocer al apóstol.
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