El dinero toma distancia social
Puerto Banús, eje plutócrata de la Costa del Sol, se las apaña sin (tanto) turismo internacional
El dinero no huele, no tiene sabor, no tiene color. Puerto Banús este martes de julio tampoco. Puerto Banús es la consecuencia más cruda del dinero; como tal, suele estar llena de rusos y árabes. Mejor: de los hijos de rusos y árabes que, en pandilla, entran y salen de tiendas como Billionare, ocupan terrazas y pasean programando la noche en el barco.
La discoteca Olivia Valère está cerrada (por exceso de aforo de 150 personas en julio; por positivo en coronavirus de la plantilla en agosto); “esto ahora es otra cosa, ya no es como las noches que echábamos con Sean Connery, Alfonso de Hohenlohe, Jaime de Mora o Shirley Bassey”, le dijo Valère a Nacho Sánchez en EL PAÍS. “Esto ahora es otra cosa”, es la frase preferida en Marbella de los nacidos antes de 1970; “Esto no sabemos qué cojones es”, es la frase preferida de todos, también del estudiante Marcos Beltrán, que asiste al espectáculo en Marbella conviviendo con un virus que destruye lo más reconocible del verano, la estación más reconocible de Marbella. Así que en Puerto Banús, y en Marbella, la pandemia ha llevado al dinero a salir en estampida a los lugares de siempre: las mansiones, los helipuertos y las tiendas caras. Camisetas estridentes, zapatillas deportivas fluorescentes, urbanismo chirriante, barcos sin sentido del decoro y la proporción. El dinero a veces tampoco tiene gusto.
“¡Llenos!”, grita Fermín Lozano, propietario del restaurante La Barca en Marbella. Su voz suena en una cocina atestada a punto de empezar la jornada. Su restaurante está completo en agosto; imposible comer y cenar en esta marisquería hasta septiembre. Hace unos días cerró también la Nochevieja: ya no tiene sitio. Como él, muchos otros restaurantes de Marbella están completos todo el mes. Como en su caso, hay explicación. En la terraza de La Barca hay espacio para 11 mesas y tiene montadas siete, en el salón hay para 10 y tiene cinco, en la terraza posterior, con capacidad para 14, hay nueve. Pero Lozano, veterano hostelero local, advierte: “Da igual, es un desastre”. Su restaurante es familiar con una clientela muy fiel —y muy futbolística: comía allí el agente Manolo Garcia Quirón, y suele ser habitual el presidente de la Federación Española de Fútbol, Luis Rubiales— y su problema solo es de aforo. Pero en Marbella, como en ciudades estacionales semejantes, sobreviven negocios dedicados al turismo de paso, y ese está liquidado.
“Todo se ha parado. Parece que sigue, pero es una representación; en realidad no se mueve nada. Ni siquiera aquí, que es donde se mueve todo en verano”, dice Patrick Rousell, propietario de una agencia inmobiliaria. El sistema tiene varias normas: una de ellas es que para saber cómo están las cosas de verdad hay que preguntar en las agencias inmobiliarias. Rousell, francés, llegó hace 20 años a España y lleva 9 en Marbella. “Hay belgas, hay franceses… Pero no están los rusos, ni los árabes. De momento la gente que viene entiende que esto va de pasarlo bien, pero es una sensación artificial. Por ejemplo, los precios no bajan. En octubre todo se hundirá”. “La gente de las segundas residencias viene”, matiza Fermín Lozano. “Noruegos, belgas, ingleses… Quienes tienen aquí casa, han venido en su mayoría; lo que ocurre es que el de paso, el de hoteles, no, y que el bajón impresiona”.
En realidad en Marbella hay chiringuitos y clubes de playa con las mismas aglomeraciones de otros años, pero continúan sin abrir muchos restaurantes, y otros dedican sus recursos solo a mediodía o al fin de semana. Un empresario que tiene 200 apartamentos en Puerto Banús para alquiler de vacaciones cuenta que ha ocupado este año un 10%. Lo que ha ocurrido, según el periodista marbellí Israel Olivera, es que se encontraron al final del confinamiento a la expectativa, “lista y preparada para recibir”. Pero julio “ha permanecido al ralentí, queriendo despegar pero sin terminar de hacerlo, alimentada con turismo nacional, residencial, andaluz, marbellí en periodo vacacional”, y agosto va por el mismo camino. La habitual explosión internacional no se ve por ningún lado, las galas pijo-benéficas se han anulado, se mantiene Starlite con medidas extraordinarias y sin promoción. “Sí se ha notado un repunte en el primer fin de semana de agosto de manera indudable, pero de nuevo con el mismo perfil, turista nacional, residencial y andaluz. El turista extranjero ha aparecido pero con mucha timidez”, dice Olivera.
“No hay rusos, ni árabes. En octubre, todo se hundirá”
A esta figura del veraneante extranjero que se encuentra estos días en Marbella, la escritora gallega Beatriz Manjón, residente en la ciudad malagueña desde hace ocho años, le llama “perseveraneante”. “A Andalucía no se viene a huir del verano, como decía Pemán de quienes iban al norte a empalmar dos inviernos seguidos, sino a vencerlo, matándolo a fuerza de patios, terrazas, toldos, fuentes y estanques”. Beltrán, el estudiante universitario que vive en Marbella “mirándola de reojo”, como él dice, cree que la ciudad se reinventará, como se ha reinventado tantas veces, pero dentro de su poder: “El clima, el mar y los famosos”. “Gil lo destruyó todo de tal forma que lo que se haga, también lo rentable, será de alguna forma su legado”, dice.
Preguntada una asociación turística, realizan otra pregunta sobre el texto: “¿Será en positivo?”. Es probable que en agosto la vida imite mejor el pasado que en julio, un mes fantasma en un lugar que recibe al visitante como si fuese un parque de atracciones. No falta la atracción principal, el sol, pero sí quien lo ponga a andar. En Puerto Banús, a las dos de la tarde, a mediados de julio, los restaurantes pegados al puerto están abiertos y vacíos, y la pregunta no es cuándo se come aquí, sino cuánto aguanta así un negocio.
Pasan Porsches y un Rolls Royce casi en silencio, como una caravana de difuntos, al lado de los barcos. Una mujer con vestido de rejilla y en tanga, subida a zapatos de plataforma, pregunta a un agente la dirección de una heladería. Tres muchachos ingleses salen del puerto. Tan callado todo que uno se pregunta si al dinero la pandemia también lo ha dejado sin habla.