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Entorno

La ruta de la ciencia para convertir un ordenador en un cerebro

La neurociencia, las ciencias computacionales y la filosofía son campos con unos límites cada vez más difusos

Ilustración de holasoyka. Vídeo: en busca de un cerebro artificial (OLB)

Las preguntas de fondo son: ¿se parecen un ordenador y un cerebro? ¿Conseguiremos replicar un cerebro humano? ¿Conseguiremos que una máquina piense como una persona? Y si lo conseguimos, ¿surgirá de ahí una conciencia, una mente? Un cerebro humano es un pedazo de materia que pesa kilo y medio, pero es el objeto más complejo y, tal vez, el más fascinante del universo. El único, de hecho, que intenta comprender el universo. ¿Será capaz de comprenderse a sí mismo?

La primera noción que nos lleva a comparar un ordenador con un cerebro es que ambos entes son capaces de almacenar y procesar información. Por ejemplo, ambos pueden hacer cálculos matemáticos, aunque la computadora los hace muchísimo más rápido que un ser humano. En general, los ordenadores son más rápidos realizando operaciones que se pueden descomponer en una serie de pasos sencillos (algoritmos). Pero los cerebros son muy superiores en funciones más complejas: la creatividad, el desarrollo de emociones, en fin, todo aquello que nos hace humanos.

También podemos encontrar vagas similitudes en su diseño: si un ordenador funciona con circuitos de transistores por los que viaja la electricidad, dentro de nuestro cráneo se encuentra un complejísimo circuito de neuronas (hay 1011 en cada cerebro, tantas como estrellas en la Vía Láctea, y 1015 sinapsis) por el que circulan señales electroquímicas mucho más lentas: además de impulsos eléctricos, se utilizan neurotransmisores químicos.

Las sinapsis neuronales son más complejas que las puertas lógicas electrónicas. El conjunto de conexiones neuronales se llama conectoma: el instituto Salk ha calculado que la capacidad de almacenamiento del cerebro, dado el número de conexiones, está en el orden de los petabytes (un petabyte son 1.000 millones de megabytes, como 6,7 millones de discos de música en formato MP3). Respecto a la velocidad de procesamiento, una neurona trabaja a un kilohercio, un millón de veces más lento que un procesador de un teléfono inteligente, que puede trabajar en el orden de los gigahercios. Es la razón por la que los procesadores de silicio hacen cálculos lógicomatemáticos más rápido. Los transistores y las neuronas son, pues, muy diferentes: el cerebro no es digital, no funciona con unos y ceros, sino que es analógico.

“El cerebro es una máquina capaz de realizar operaciones complejísimas de una forma altamente eficiente: solo gasta una potencia de 50 vatios, menos que una bombilla de la mesita de noche”, explica Francisco Clascá, catedrático de anatomía y embriología humana de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y estudioso de las redes axiónicas del cerebro implicadas en funciones como la atención, la consciencia y el movimiento intencional. “Para realizar funciones parecidas a las que realiza un cerebro una supercomputadora (por ejemplo, la Mare Nostrum de Barcelona) requeriría cantidades ingentes de energía”, añade el catedrático. “Es increíble lo mucho que hace un cerebro con muy poco”.

Algunos proyectos han intentado simular un cerebro. Es el caso del Blue Brain, iniciado por IBM y la Escuela Politécnica de Lausana, o el Human Brain Project (HBP), un proyecto flagship de la Unión Europea, cuya tercera fase termina en 2023, que reúne a científicos de muchas disciplinas con el fin de entender mejor el cerebro, aprender de él e incluso simularlo. Para representar un cerebro a gran escala o una de sus partes es preciso tener un mapa del conectoma (el conjunto de las conexiones), conocer su dinámica (en forma matemática) y disponer de una computadora muy potente.

Tener una simulación del cerebro, aunque sea parcial, puede ayudar a conocer los fundamentos de su funcionamiento, a entender ciertas enfermedades o a desarrollar fármacos. La neurociencia computacional es la disciplina que trata de simular virtualmente las redes neuronales de nuestro cerebro y sus interacciones, mediante modelos informáticos y matemáticos. La computación neuromórfica (los cerebros de silicio) trata de simular las conexiones neuronales no en un ordenador, sino físicamente, con circuitos tangibles. También sirve, por un lado, para entender el funcionamiento del cerebro y, por otro, para mejorar la tecnología.

“Cualquier cerebro es un modelo en el que inspirarse y aprender de lo que la evolución ha hecho durante millones de años, de las soluciones más capaces, más resistentes, más eficientes”, señala Clascá. El cerebro, además, ha sido definido por investigadores como el psicólogo Gary Marcus como un kluge, un acrónimo en inglés de las palabras “torpe, cojo, feo, pero bastante bueno”: tiene imperfecciones, está lleno de parches y apaños, porque no ha sido diseñado, sino que es fruto de los azares de la evolución. Pero funciona bien, precisamente por ser fruto de la selección natural, un perfeccionamiento sucedido a través de millones de años. Un ordenador, en cambio, está completamente diseñado por el ser humano para desempeñar sus funciones de la forma más eficiente posible.

Una de las capacidades más particulares y sorprendentes del cerebro es la de aprender con rapidez. Las máquinas pueden tener más facilidad para la multitarea, pero les cuesta aprender por sí mismas. Las redes neuronales artificiales, parte de la inteligencia artificial, tratan de emular esas capacidades, desarrollando la disciplina del machine learning (aprendizaje automático). “Las neuronas tienen varias dendritas por las que captan la información y luego un axón por el que emiten señales”, explica Javier De Felipe, neurobiólogo del Instituto Ramón y Cajal (CSIC) y director en España de Blue Brain. “Las redes neuronales artificiales tratan de emular estos sistemas virtualmente, en ordenadores, con varias capas de neuronas”. (Una diferencia importante entre cerebros y ordenadores es que un transistor se conecta a otros dos o tres, una neurona de la corteza cerebral puede estar conectada con cientos o miles de otras neuronas). Cuando hay un gran número de capas, a través de las cuales el procesamiento de la información se va haciendo más complejo, hablamos de deep learning. Mediante estas técnicas se logran avances en el reconocimiento de voz, de imágenes o de emociones faciales, y en la visión computerizada. Funciones que un cerebro humano realiza sin problemas son muy complicadas para una máquina.

Tratar de reducir un cerebro completamente a un ordenador es lo que se conoce como un reduccionismo. Puede dar una idea sencilla de su funcionamiento, pero muy incompleta. “La diferencia clave es la complejidad: en el cerebro humano hay del orden de un millón más de conexiones sinápticas y diferentes niveles de complejidad”, explica Luis Pastor, catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Esos niveles de complejidad van de las moléculas a las neuronas, las redes o las áreas cerebrales: es un órgano muy complicado se mire por donde se mire y al nivel de detalle que se examine. Para una simulación a gran escala del cerebro, según explica Pastor, necesitaríamos ordenadores con más capacidad de cálculo y almacenamiento que los disponibles. “El análisis de la gran cantidad de datos que se obtendrían también supondría un problema”, recalca.

El concepto de wetware (algo así como software húmedo) trata de aproximarse computacionalmente a lo que es un cerebro. No es software, ni hardware, sino una tercera cosa: el wetware. Esta “humedad” hace referencia a la plasticidad cerebral, a las cambiantes conexiones neuronales, lejos de la rigidez de los computadores, a la citada capacidad de adaptarse y aprender. “Aunque un cerebro procesa señales como una computadora, no usa chips de silicio sino neuronas, que están conectadas en redes que interactúan de modo dinámico”, señala Clascá. El cerebro siempre está cambiando, y tal vez esta neuroplasticidad sea la principal característica a la hora de diferenciarlo de una computadora. Por ejemplo, cuando un cerebro se lesiona por alguna de sus partes puede aprender a funcionar de otra manera. Con el paso de los años perdemos gran cantidad de neuronas, pero el sistema aguanta el desgaste.

En el campo de la filosofía se ha desarrollado la Teoría Computacional de la Mente, formulada por pensadores como Hillary Putnam y Jerry Fodor. Esta teoría considera que la mente se fundamenta físicamente en la actividad cerebral y es funcionalmente equivalente a una computadora, es decir, a una máquina de procesamiento de símbolos que sigue unas reglas de manera secuencial.

Para Fodor la mente es modular, con diferentes partes dedicadas a la música, las matemáticas o el lenguaje. “Estas facultades”, escribió Fodor, “operan por medio de algoritmos abstractos, al igual que las computadoras”. Estas computadoras abstractas estarían inspiradas en las máquinas universales de Alan Turing, pionero de la informática, que anticiparon lo que sería un ordenador. Una máquina que manipula símbolos siguiendo ciertas reglas, los algoritmos, independientemente del mecanismo físico en el que se radique. El propio Turing se preguntaba si las máquinas podrían llegar a pensar.

En estos terrenos filosóficos, las preguntas se acumulan: si simulásemos un cerebro, ¿surgiría una mente? ¿Tendría consciencia? Se trata del problema mente-cerebro, que consiste en conocer si ambas entidades son dos cosas diferentes o la misma, y cómo se conectan entre sí. Lleva enfrentando durante siglos a los filósofos. ¿Es la mente una propiedad emergente del cerebro, igual que la mente colectiva de un hormiguero, un epifenómeno de la actividad neuronal? El todo sería entonces más que la suma de las partes. Si la conciencia, la mente, el yo, fuera un efecto secundario de la actividad cerebral, algo así como un error inesperado, se explicaría la sensación de absurdo y sinsentido que experimentamos al estar vivos. ¿Podría surgir de este epifenómeno la conciencia de una máquina, como en algunas películas de ciencia ficción? Todo son enigmas.

Lo que sabemos hasta el momento es esto: un ordenador es completamente comprensible, no en vano es producto de la mente humana. Un cerebro es el objeto más complejo del universo. “A fecha de hoy no tenemos la certeza de que podamos llegar a comprenderlo todo”, concluye De Felipe.

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