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Olor, ruido, fijación... ¿Cómo afecta a nuestros sentidos querer vivir juntos?

La proximidad a los otros, al mundo, trae una revolución de los valores que se han constituido por la necesaria aglomeración y el ruido

La civilización es una historia (entre otras fascinantes) de la búsqueda de formas de aproximarnos los humanos. Hasta entonces nos habíamos derramado en pequeños grupos por el planeta, pero se halló una manera distinta de instalarnos en el mundo, y obtener más energía de sus recursos (cultivo, ganadería) para poder sostener concentraciones humanas crecientes.

No hemos dejado de intensificar esta tendencia. Pero si bien disponíamos de energía para mantener tantos cuerpos concentrados en un lugar, la expulsión de los productos resultantes de la actividad ha sido un problema duradero. Excrementos, restos de alimentos, aguas estancadas, residuos… Cada vez quedaba más lejos la periferia de la aglomeración donde verterlos. Así que los olores, el aire hediondo, envolvía a sus habitantes.

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El maquinismo supone nuevas energías para mover incansablemente artefactos y posibilitar una amplificación asombrosa de la capacidad de aproximación de los humanos. Actualmente una quinta parte de la población mundial está en cualquier momento dentro de una máquina desplazándose de un sitio a otro (esto equivaldría a que toda la población de comienzos del siglo XX estuviera moviéndose en un vehículo). Y qué decir del transporte incesante de suministros por todo el planeta.

Pero esta maravilla de tener próximas a otras personas, antes inalcanzables, supone dejarse llevar por un artefacto que consume mucha energía y que produce ruido, mucho ruido, ruidos maquinales que nunca había escuchado el ser humano. Ruidos que no cesan, envolventes y perennes como antes era el olor. Y para atenuar esta presencia del ruido hacemos lo que antes con la pestilencia: los perfumes a mano y el incienso u otras sustancias aromáticas en los lugares; y ahora son los auriculares para el peatón y la música ambiental en los locales. Un intento de contener lo desagradable con más olores o con más sonidos.

Pero en el siglo XXI hemos comenzado a vivir otra experiencia de aproximación de los humanos: una proximidad sin lugares. Hemos quedado prendidos de un mundo en red, donde no hay que desplazarse para encontrarse. Ya no es condición aglomerarse dentro de un recinto amurallado, ni introducirse buena parte de nuestro tiempo en una máquina móvil, sino conectarse a una red, a la Red. Y la contrapartida no es el hedor ni el ruido, sino la fijación. No es el sentido del olfato el afectado, ni el del oído, sino el de la vista: la mirada queda fijada en una pantalla.

Cada vez más, en la pantalla están al alcance de los ojos personas, información, objetos, actividades…, de manera que resulta absorbente, pues tras ese espejo hay un mundo que no deja de mostrarse no solo al alcance de los ojos, sino más próximo: al alcance de la mano. Ese mundo tan próximo no pasa solo por delante de nuestros ojos, pues lo podemos tocar con nuestros dedos, así que además de estar retenida la mirada está también solicitado el tacto de nuestros dedos, que no dejan de señalar en la pantalla. La combinación de visión y tacto transforman la pequeña pantalla en un caleidoscopio que retiene nuestra atención y que nos impulsa a agitarla una y otra vez para que no dejen de brotar más imágenes.

La combinación de visión y tacto transforman la pequeña pantalla en un caleidoscopio que retiene nuestra atención

Este mundo digital, en red, que nos está proporcionando tales experiencias de proximidad a los otros seres humanos, a la información en cualquier formato en que esté y a los sucesos por lejanos que tengan lugar se encuentra en sus inicios. Pero ya revela una potencia de transformación para esta historia de la civilización en busca de que el mundo y, por tanto, los humanos estén más cerca. Hoy un mundo tan próximo, a nuestro alcance, nos ha trastornado, pues es una experiencia turbadora, inimaginable para nuestro cuerpo con unos sentidos reducidos a un pequeño espacio, seres pedestres limitados por la distancia y por el número de cuerpos que puedan reunirse en un lugar.

Es posible que la pantalla de hoy, prácticamente nuestro único cordón umbilical con la Red, se diluya —como hemos tratado en otros artículos anteriores— y nuestras manos y ojos se despeguen de esta fijación. La oralidad digital emergente significa que la palabra hablada se utilice cada vez más para transmitir información que ahora se muestra en la pantalla, descargando así la atención que reclama fijar ojos y dedos en la pantalla para cualquier actividad. Interrogar, escuchar, conversar se revitalizarán. Y la realidad aumentada dará lugar entre nosotros a aquello que hoy, por virtual, solo se manifiesta tras el espejo de la pantalla. Pero lo más importante: esta proximidad a los otros, al mundo, trae una revolución de los valores que se han constituido por la necesaria aglomeración, y por el maquinismo, con su ruido y agitación, y se ensayarán nuevos modelos de vida que permitan extender la mirada, calmar el tiempo, escuchar y hablar…

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

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