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Firma invitada

El inconsciente subestimado de las empresas

En una organización donde se desatiendan el afecto y la atención consciente a sus integrantes resulta considerablemente más fácil que se reproduzcan los efectos antagónicos como faltas de respeto, avaricia, frialdad, impersonalidad y agresividad

Cuando hablamos de la cultura en una empresa la mayoría de las personas lo identifican con todo aquello que cualquier empleado sabe con certeza sobre lo que hace funcionar a la compañía: los conocimientos y procesos, pero también los valores y las conductas que en ella están aceptados y que, por tanto, se incentivan y premian con más regularidad (así como todo aquello que es censurado o que resulta estéril y marginal). Generalmente, si alguien no descodifica con diligencia cómo es la cultura de la organización donde trabaja ni aprende a adaptarse a ella, más allá de su rendimiento y capacitación, sus probabilidades de ser expulsado aumentan de forma exponencial.

Las revoluciones tecnológicas acarrean la exigencia de que una organización establecida y exitosa tenga que mudar su cultura tradicional hacia nuevos parámetros operativos y territorios cognitivos. Esta transición, que de un modo abstracto se ha agrupado bajo la fraseología de “tener que hacer la gestión del cambio”, es un proyecto de suma complejidad que fracasa en una de cada tres compañías que lo intentan.

Un modo de explicar un índice de fracaso tan alto tiene que ver con la infravaloración de lo que se denomina por la perspectiva economicista como el lado irracional de las personas, pero que, en mi caso, prefiero designar mediante la noción de inconsciente político. El inconsciente político lo sintetizo para este artículo como la acumulación de todo lo que la humanidad ha sido y todavía es. Así que no se trata únicamente de lo que está en él gracias a la represión que ejercemos de acuerdo a lo que nos enseñan y al deseo de ser quienes creemos que debemos ser, sino que en la estructura psíquica se hallan ancladas unas cadenas de significantes ligadas con el progreso civilizatorio de las sociedades (con todos los sacrificios y sufrimientos asumidos en el curso de esa progresión), lo que implica identificarse con diversas series de hábitos, intuiciones y formas de pensar y sentir que se encuentran inhibidas unas veces y automatizadas otras. El reto, cuando se aspira a una modificación sobre estas (alterando el legado exogenético), es acceder a los mecanismos que las hacen reaccionar o ser recordadas.

En el manual del gerente especializado en el cambio se han estandarizado acciones como la referida a crear y comunicar una historia emocionante y trascendente que atrape las esperanzas de los empleados hasta el punto de que quieran subirse al proyecto y acepten sin apenas restricciones todo aquello que se les solicite para lograr los objetivos que sean marcados. Sin quitar todo el mérito a este requisito, en la práctica es raro que sea abrazado entusiásticamente por la mayoría o que mantenga su atractivo durante un lapso prolongado de tiempo por aquellos que lo aceptaron conscientemente. Las causas hay que buscarlas en la semilla que ha ido sedimentándose en la mentalidad histórica: la valoración del impacto que hace cada afectado en términos individuales -¿Qué huella me deja? ¿Qué afecto me despierta? ¿Qué placer me aporta? -.

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En los primeros trabajos investigadores de la profesora de la Universidad de Oxford y experta en liderazgo, Danah Zohar, se identifican al menos cinco modalidades de impacto que pueden reproducirse dentro de las empresas: (i) Impacto en la sociedad, generando beneficios concretos para una comunidad o grupo social. (ii) Impacto en el cliente, suministrando una experiencia novedosa y de calidad. (iii) Impacto en el equipo u organización, creando un entorno de relaciones sociales más empáticas, amistosas y creativas. (iv) Impacto personal, mediante una cuantificación de las ganancias en desarrollo profesional, capacitación técnica e incrementos retributivos.

Bajo este esquema, sería interesante no solo prescribir el diseño de imágenes y símbolos dentro de una historia unificadora para cubrir cada tipo de impacto con un propósito reseñable dentro del hipotético plan transformador que se quiere comunicar e implantar, sino directamente conectarlo con una ética hedonista ajustada a un marco responsable y sostenible en términos no solo materiales sino también psíquicos.

Tomando como referencia el modelo del filósofo francés Michel Onfray (con su crítica a la moral occidental por la imposibilidad práctica de alcanzar la santidad y las tensiones contraproducentes que dicho desacople genera en la conciencia del sujeto), asumiríamos un hedonismo en el sentido clarificador de buscar el placer pero teniendo como límite no incurrir en el displacer del otro. De modo que el individualismo adquiere un límite para no degenerar en egoísmo, narcisismo e indiferencia. En este modo de actuar, el otro (el prójimo) no devine en un absoluto que debe ser respetado en términos normativos y universalistas, sino que adquiere la entidad inmediata de personas de carne y hueso que conocemos perfectamente y con las que interactuamos en coyunturas específicas. El segundo límite de esta propuesta ética es evitar a toda costa el sufrimiento en cualquier dirección (que en su escala taxonómica sería el mal radical).

Aterrizar este modelo al espacio de trabajo diario implicaría una encarnación del Yo de apariencia modesta pero altamente efectiva: una conducta recurrente hacia los demás cuya base sería la delicadeza, la cortesía, el tacto, la deferencia, la amabilidad, la discreción y la generosidad. Practicar este comportamiento lo que nos aporta inicialmente es que al entrenarlo cada vez se hace más fácil de ejecutar (y cuanto menos lo ejerces, resultará casi imposible aplicarlo incluso cuando lo desees). En suma, este “saber vivir”, como lo califica Onfray, se convierte en una estrategia para obtener placer (para uno mismo), asegurando la evitación de daños a las personas de tu entorno y, a la vez, abriendo la posibilidad de que estas extraigan su respectiva porción de placer al compartir esta forma relacional.

La extrapolación final quedaría situada en coser este cálculo hedonista a los objetivos enmarcados dentro de una potencial transformación cultural. La llave para dialogar con el inconsciente político (con el fin de desublimar los síntomas de rechazo y el sentimiento de anulación) emerge de un modo simple: los gestos (de cortesía, atención y alegría) proporcionarían a la conciencia colectiva la tranquilidad de que, para el patrocinador del cambio, cada uno es en sí mismo relevante (es decir, reconocido como que él es), de modo que podrán obtener una cantidad de placer en la transición (la causalidad racional con la que se justifica la necesidad de cambiar adquiere así una sensibilidad especial hacia la dimensión más emocional e instintiva de las personas). En una sociedad u organización donde se desatiendan el afecto y la atención consciente a sus integrantes resulta considerablemente más fácil que se reproduzcan los efectos antagónicos (faltas de respeto, avaricia, frialdad, impersonalidad y agresividad). Y con ellos, los riesgos para su propia supervivencia a largo plazo pasarían a ser desproporcionados.

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