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La innovación tecnológica en Israel se olvida de las minorías

La autoproclamada nación de las ‘startups’ pretende terminar con el elitismo del universo emprendedor fomentando la integración de sectores infrarrepresentados

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Durante los últimos años, se ha hablado mucho del sueño de esplendor tecnológico en el que ha vivido Israel, pero no se ha comentado lo suficiente lo profundamente elitista que ha sido este sueño. El perfil del emprendedor israelí apenas refleja la diversidad de la que presume el país: hombre judío que ha estudiado en una buena universidad, ha pasado por el ejército y vive en la gran ciudad.

Ante este panorama, no es de extrañar que solo el 8% de la población trabaje en alta tecnología a pesar de que el sector supone prácticamente la mitad de las exportaciones del país. Conscientes de este problema, las autoridades se ven obligadas a poner el ojo en los sectores infrarrepresentados de la tecnología –mujeres, minorías raciales y religiosas y poblaciones rurales, fundamentalmente– para dar respuesta a la creciente demanda de perfiles técnicos.

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La batalla empresarial por encontrar el mejor talento es consecuencia del auge sin precedentes que ha experimentado el sector tecnológico. Con 8.000 compañías de nueva creación en una superficie en la que habitan nueve millones de personas, Israel es el país con más startups per cápita del mundo —a consecuencia de su tamaño, lidera prácticamente cualquier ránking tecnológico que se enmarque en la categoría per cápita—. Por no hablar de una competencia mayor: más de 350 multinacionales tienen sede en un país que destina un 4,3% de su PIB a I+D+i (la media europea, por establecer una comparación, es de apenas la mitad).

Estas cifras, todo sea dicho, no son ninguna novedad. Las autoridades llevan repitiéndolas como un mantra desde la publicación del libro Startup Nation: la historia del milagro económico de Israel, un best-seller  de 2009 en el que los autores Dan Senor y Saul Singer explican los factores que han llevado a un país pequeño a convertirse en uno de los mayores centros de innovación del mundo. El libro, que defiende Israel como modelo a seguir, fue alabado por importantes cabeceras como The New York Times, Forbes o The Wall Street Journal y se rumoreaba que incluso el exprimer ministro de Palestina Salam Fayyad guardaba una copia como fuente de inspiración. No obstante, el tiempo ha demostrado que el ecosistema israelí no es tan perfecto como todos pensaban.

Si bien se suele asociar Israel con éxito tecnológico, lo cierto es que tiene las mismas asignaturas pendientes que muchos lugares con ecosistemas menos maduros. El ratio de fracaso de una nueva empresa ronda el 95%, apenas sucede nada en las poblaciones rurales –tres de cada cuatro startups israelíes han nacido en Tel Aviv– y la participación de mujeres en el ámbito tecnológico es escasa. “Solo una de cada veinte startups israelíes es fundada por mujeres”, lamenta Merav Oren, CEO de WMN, una compañía que ayuda a mujeres emprendedoras.

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“Invertimos en innovación para promover la economía del país, no por otra razón, así que tenemos que asegurarnos de que esta economía sea inclusiva”, defiende Aharon Aharon, CEO de Israel Innovation Authority.

Pero aunque el sector público apueste cada vez más por ampliar la representación femenina en el sector tecnológico, la iniciativa privada va un paso por delante. El fondo de capital riesgo I Angels, un proyecto creado en 2013 que dispone de 120 millones de euros para apoyar a empresas emergentes, representa el cambio de enfoque necesario para lograr esta integración. Según reconoce Mor Assia, una de sus fundadoras, el 80% de los profesionales con los que trabajan son mujeres.

Para entender la brecha con la que se enfrentan algunos colectivos más desfavorecidos al tratar de acceder al sector tecnológico, es imprescindible conocer el papel que juega el ejército en la sociedad. En Israel, el servicio militar es obligatorio: tres años para los hombres y dos para las mujeres. Por no hablar de las llamadas reservas: cada año, deberán realizar un proceso de instrucción de unas semanas para estar preparados en caso de que el país entre en guerra.

En su libro, los autores de Startup Nation enumeran una serie de ventajas competitivas que adquieren quienes pasan por el ejército. Por un lado, califican de imprescindible la red de contactos que establecen allí. Por otro, la necesidad de tomar decisiones que pueden arriesgar la vida de las personas les hace más propensos a cuestionar a las autoridades, una cualidad que consideran indispensable en una empresa de éxito.

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Eyal Gira es un claro ejemplo de esta cultura. A sus 40 años, ha creado y vendido varias compañías y es el CEO de Zebra, una empresa de big data e inteligencia artificial para automatizar la radiología. De no ser por el ejército, tal vez no hubiera optado por emprender. "A los 19 años, en otros países estás bebiendo cervezas; en Israel estás volando un jet o comandando una tropa de cinco personas. Ese tipo de cosas crean carácter".

Por otra parte, está la calidad de la formación tecnológica que reciben allí. Tal y como reza el libro, “entrar en las mejores universidades de Israel no es fácil, pero el equivalente nacional a Harvard, Princeton o Yale son las unidades de élite de las Fuerzas de Defensa Israelíes (IDF, por sus siglas en inglés)”. Unidades como la 8200, especializada en ciberseguridad, y la Talpiot, un programa que lleva funcionando más de 30 años por el que apenas han pasado unos pocos centenares de personas.

Los fundadores de dos de los mayores éxitos del emprendimiento israelí —la empresa líder en ciberseguridad Check Point y el navegador Waze, que adquirió Google por 822 millones de euros—, sirvieron en la unidad 8200 en su paso por el ejército. Un equipo de talpiones fundó NICE Systems, una compañía que gestiona sistemas de supervisión de llamadas y es utilizada por 85 de las 100 mayores empresas del mundo. Compugen, líder en la decodificación del genoma humano, también fue ideada por miembros de esta unidad.

Se calcula que el 95% de quienes realizan el servicio militar son judíos. La comunidad árabe está exenta de realizar el servicio militar y pocos acceden voluntariamente, una cuestión que, por los factores antes mencionados, les sitúa en los últimos puestos de la parrilla de salida en la carrera tecnológica. Y no es la única desventaja con la que parten. El índice de pobreza en esta comunidad es del 52%, prácticamente cuatro veces más que en el caso de los judíos, y su esperanza de vida es cuatro años menor. Por no mencionar el hecho de que solo uno de cada ocho estudiantes de tecnología y matemáticas es árabe.

Viendo estos datos, no es de extrañar que de las 8.000 startups que aloja el país, apenas un centenar estén fundadas por miembros de una comunidad que representa aproximadamente un 20% de la población de Israel. Ron Aviv es una de las personas que más lucha por revertir esta situación. Es el director general de Hybrid, una aceleradora de startups que impone un requisito indispensable para acceder a sus programas: que al menos uno de los fundadores de la empresa sea árabe. Para Aviv, el éxito de una startup de su programa supondría un importante impulso en su comunidad, un referente con el que otros emprendedores pudieran identificarse. Para ejemplificarlo, recuerda la conversación telefónica que mantuvo el presidente israelí Benjamín Netanyahu con el responsable de Waze para felicitarle por la exitosa venta de su empresa. “Queremos que la próxima conversación de Netanyahu no sea con Noam (CEO de Waze) sino con Ahmed”.

Los miembros de la comunidad ultraortodoxa –cerca de un millón en Israel, en torno al 12% de la población– tampoco tienen por qué hacer el servicio militar. A la pobreza imperante en este colectivo se suma su desconocimiento general de la tecnología: ordenadores, televisores y smartphones son una rara avis en sus hogares. Y su representación en la sociedad es cada vez mayor: una familia ultraortodoxa tiene de media siete hijos frente a los dos que tienen el resto de familias israelíes.

A pesar de ello, uno de los pocos intentos por integrarles en el sector es una iniciativa privada, Ampersand, un coworking diseñado por y para este colectivo. “Introducir a esta comunidad en la tecnología es un gran reto, porque no están familiarizados con ella y carecen de la formación necesaria”, lamenta su CEO, el religioso Moshe Friedman, que denuncia la falta de preocupación de las autoridades por su comunidad. “Si vienes del norte o del sur, eres ultraortodoxo, árabe o miembro de otra minoría, no tienes acceso a la alta tecnología y no eres parte de esa nación de startups”.

Ampersand nació hace cinco años con apenas media docena de coworkers. En este tiempo, Moshe sostiene que cerca de 20.000 personas han utilizado su espacio. Su objetivo a largo plazo es aún más ambicioso: pretende abrir una veintena de locales por todo el país, más allá de Tel Aviv y Jerusalén, en Haifa y otras ciudades con fuertes comunidades religiosas. “No es tan difícil, el país no es tan grande”, piensa. Desde la terraza de su coworking, se ven los límites de Israel: al oeste el mar y al este la frontera con Jordania.

El despertar de las autoridades

El Gobierno es consciente del reto que representan estas capas infrarrepresentadas de la sociedad y, para afrontarlo, impulsa programas de aceleración e incubación de startups, promueve que las grandes multinacionales tecnológicas abran oficinas en el norte del país y envía dinero a la periferia para estimular el crecimiento de negocios en estas áreas. También buscan tender puentes entre la alta tecnología y la industria manufacturera y ponen el foco en proveer de educación digital a todo el mundo. “Incluso los beduinos tienen en su tienda smartphones con conexión a Internet”, asegura Amiram appelbaum, chief scientist del Ministerio de Economía e Industria.

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