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Tribuna
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Otro cuarto propio

¿Cómo ser audaz, ambiciosa, si apenas cabes en tu espacio, comprometida, si tu cafetería y tus vecinos te duran un año? ¿Cómo cuidar la memoria si debes entrenarte para el olvido?

Ilustración de María Medem donde se muestra a una mujer atrapada en una casa minúscula.
Ilustración de María Medem donde se muestra a una mujer atrapada en una casa minúscula.

No se me ha escapado que, durante días, anuncios de charlas y eventos del día de las Escritoras convivieron con la noticia de que la Proposición de Ley del Sindicato de Inquilinas ni siquiera fuera a debatirse en el Congreso. Uno de los tropos preferidos en torno a dicho día fue ‘El cuarto propio’, de Virginia Woolf: más allá del necesario reconocimiento a la escritura femenina, para que una mujer escriba es necesario que tenga un cuarto propio en el que pueda estar sola y trabajar sin interrupciones.

Por otro lado, la Proposición del Sindicato de Inquilinas pedía que se regulasen los alquileres de temporada, una artimaña de la que caseros se valen para evitar la regulación de precios que ya se aprobó la legislatura pasada. ¿Podemos escribir cuando el acceso a la compra de vivienda es una quimera si vives en una ciudad grande y la crisis del alquiler te obliga a vivir en lugares incómodos, compartidos, enanos, cambiantes?

Quizás escribir no sea tan importante, pero sí lo es pensar. Si el concepto de Woolf nos sigue apelando hoy, no se debe (o no solo) a que seamos escritoras, sino a que todas reconocemos la necesidad de tener un lugar en el que crecer.

Desde que me mudé a Madrid en 2017, he vivido en diez sitios diferentes. Del primero, un piso compartido en Tetúan, me fui porque una noche alguien intentó forzar la puerta en plena noche. Nos despertó el gato de mi compañera y compramos una especie de muleta extensible que bloqueaba la puerta desde el interior y poníamos cada noche, lo cual era muy incómodo. Pese a la neurosis que me ocasionó (siempre he sido presa de ese miedo burgués al allanamiento de morada), aguanté unos meses porque era digno, porque no estaba tan mal ni tan lejos como otros.

Después, incluso con un sueldo decente y regular, compartí piso otras tres veces, no cabía otra posibilidad si no quería vivir en un cuchitril o donde Cristo perdió el zapato. Cada uno tenía sus problemas (muchos, de convivencia), en uno de ellos estaba subarrendada y ni siquiera sabía cuándo me iban a echar. Al final, lo hicieron de una semana para otra, echarme, y una amiga y yo (ella durmió conmigo unas semanas porque también se había quedado sin piso), fruto de la desesperación de estar en la calle, fuimos engañadas por un hombre que nos hizo pagar la fianza de un piso que ni siquiera existía y luego desapareció (excepto cuando nos mandaba algún mensaje subido de tono a los teléfonos que le habíamos dado para el falso contrato).

Tras el fin de una breve beca literaria que ofrecía residencia, decidí vivir sola. Ninguno de mis amigos tenía sitio para mí, y la idea de compartir con tres Erasmus desconocidos, cuya idea de decoración era una caja común de medio kilo de tabaco Pueblo en el comedor, me resultaba insoportable. Como digo, tenía ya 26 años y un trabajo estable, y quería llevar una vida más o menos seria. Me pasé al modo cuchitril. Durante la mudanza de mi primer cuchitril (plaga de cucarachas) al segundo (16 metros cuadrados), decidí, además, volverme minimalista con todo, excepto con los libros: estaba harta de menear de un lado para otro cuadernos, fotos, herramientas, souvenirs, chusmerías, jerseys o vestidos que solo me ponía de vez en cuando.

Ni os imagináis cuántas cosas tiré, cómo se amontonaban en los contenedores de mi calle. Es una de esas instantáneas mentales que se le quedan a una en la cabeza por mucho tiempo que pase. Aún no he decidido si estoy orgullosa por no ser una de esas personas que acumulan basura o si solo es la excusa que me cuento a mí misma para no sentirme mal. Algunas de las cosas que tiré las había hecho mi abuela a mano.

Entre mi generación es común hablar de la ausencia de futuro o su cancelación, de la imposibilidad de imaginar una alternativa al presente eterno y frenético en el que vivimos, pero ¿en qué medida la debilidad de nuestra imaginación no está condicionada por el hecho de que se nos impide tener un pasado? Las casas, por deleznables que sean, también tienen memoria y su propio ecosistema, que se infiltra poco a poco en nuestros cuerpos.

Cuando vivía en Tetuán, comía una cantidad increíble de mandarinas y caminaba siempre al centro y a la universidad. Recogí un mueble de la calle que necesitó media hora y la ayuda de tres vecinos para llegar a mi apartamento. Al mudarme, lo abandoné, como he abandonado tantos muebles y sartenes.

En la avenida Ciudad de Barcelona tenía un montón de antigüedades y proyectos artísticos a medias que han desaparecido (físicamente, me refiero), por muchas horas que les dedicase. Un amante me regaló un dibujo que siempre estuvo colgando junto al espejo y que me encantaba, y creo que lo tiré por accidente cuando me volví minimalista.

Adoraba el árbol que se veía desde mi ventana de Mesón de Paredes, de hecho solía saludarlo por las mañanas. Memoricé los tres escaloncitos de Plaza de la Luna que bajaba sin pensar cada mañana y aún hoy siguen integrados en mi memoria (¿de cuántas casas sabría recorrer, completamente a oscuras, el camino que separa la habitación del baño?) y soy incapaz de recordar algo concreto que significaba ser yo en Santa Úrsula, lo cual es triste, porque pasé ahí algunos de los días más felices de mi vida.

La vertiente económica y física del cuarto propio de Woolf es quizás la más conocida: sin poder gestionar tu propio dinero o tener un espacio en el que estar tranquila, es difícil pensar (prueba a hacerlo cuando esos 16 metros cuadrados te cuestan más de dos tercios de tu salario, las paredes son de papel y tu vecino te habla a través de ellas si quiere decirte algo, vas a bibliotecas a descargar películas o trabajar porque internet no entra en tus gastos, un largo etcétera de penurias que no interesan a nadie); pero también otra, simbólica y personal. Un cuarto propio es un espacio en el que reconocerse y en el que poder desarrollarse con libertad y autonomía, en el que crecer, en el que establecer lazos.

¿Cómo ser ambiciosa y audaz si apenas cabes entre tus cuatro paredes? ¿Cómo ser comprometida si tus vecinos o tu cafetería habitual te duran uno, dos años? ¿Cómo cuidar la memoria si tu guía espiritual es Marie Kondo y se te pide que nunca te aferres demasiado a nada, a nadie, si debes estar entrenada para olvidar?

Sara Barquinero, filósofa y escritora española, trató ya desde su tesis doctoral la relación entre libertad y tiempo. Reconocida por varios premios, ha sacudido el panorama literario con novelas como Los Escorpiones, Terminal o Estaré sola y sin fiesta.

Tendencias es un proyecto de EL PAÍS, con el que el diario aspira a abrir una conversación permanente sobre los grandes retos de futuro que afronta nuestra sociedad. La iniciativa está patrocinada por Abertis, Enagás, EY, GroupM, Iberdrola, Iberia, Mapfre, la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), Redeia, y Santander y el partner estratégico Oliver Wyman.

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