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Una transición en el armario

El periodista Raúl Solís reúne en un libro el testimonio de ocho mujeres transexuales que se enfrentaron al franquismo

“Escuchaba el cajón de los cubiertos y pensaba que mi padre venía a matarme”, relata Mar Cambrollé. A los ocho años ya dormía con un cuchillo debajo de la almohada, por si tenía que defenderse de su progenitor, que la condenó a comer sola en la cocina y a palizas correctivas que buscaban que aquel niño afeminado se convirtiera en un hombre. Cambrollé, que acaba de cumplir 61 años, vivió una infancia y una adolescencia dura. Como la mayoría de las mujeres transexuales durante el franquismo. El suyo es uno de los ocho testimonios que aparecen en el libro La doble transición, del periodista Raúl Solís.

Solís (Mérida, 1982) aborda en sus páginas la heroicidad de un colectivo “perseguido durante la dictadura y olvidado en democracia”. En su opinión, la sociedad intentó convencerlas de que habían nacido en cuerpos equivocados, pero su lucha por la libertad durante el franquismo y en la Transición les permitió demostrar que era la sociedad quien se equivocaba. “Estas mujeres se rieron de la dictadura, subvirtieron todos los tratados de la España en blanco y negro. Por eso dieron con sus huesos en la cárcel”, reconoce el autor.

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Manolita Saborido es otra de esas mujeres. Lo que más temía de pequeña era que llegasen las fiestas de su pueblo, Arcos de la Frontera (Cádiz). “Nos encerraban para que no nos vieran los turistas. Decían que los echábamos y estropeábamos el negocio de los hoteles y de los restaurantes”. El relato de la Transición está incompleto si no se cuenta la lucha de estas mujeres. Ellas también trajeron la libertad. Lo hicieron con su cuerpo como bandera. “Ni un solo gay, bisexual o lesbiana se atrevió a ocupar la cabecera de la primera manifestación del Orgullo en España”, insiste Solís. Se celebró en 1977 en Barcelona y estuvo presidida por travestis. Un año más tarde el Orgullo se extendió a otras ciudades españolas, pero se repitió la misma imagen, lo que suponía un peligro para ellas.

Moral impuesta

Los presos políticos salieron de la cárcel en 1977 y la Constitución se aprobó un año después, pero las personas transexuales no pudieron pasear tranquilas por la calle hasta 1988, cuando se derogó la Ley de Escándalo Público. La Ley de Peligrosidad Social estuvo vigente en el Código Penal hasta 1995. Todavía hoy necesitan un informe psiquiátrico que diga que no son enfermas mentales para optar a la modificación registral, que les permite disponer de un documento de identidad acorde a su género. La primera ley que reconocía sus derechos llegó en 2007, pero aún no existe una norma estatal que les permita acceder a todos los ámbitos con su verdadera identidad.

“Las transexuales han sido el último colectivo en salir de la dictadura, que las castigó especialmente. La mayoría de las 5.000 personas encarceladas por homosexualidad durante el franquismo en realidad fueron transexuales”, explica Solís. En su opinión, un homosexual puede disimular sus gustos, pero estas personas no pueden esconder lo que son: mujeres. “No les bastaban los armarios, necesitaban vitrinas”. El autor del libro, financiado a través del crowdfunding, subraya que el colectivo también ha desaparecido del relato LTBI. “El hecho de que sean transexuales les hace descender directamente a los infiernos”. Solís sostiene que estas personas sufrieron un apartheid durante el franquismo. “A la mayoría no las dejaron trabajar y ahora viven con muchas necesidades”.

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Son mujeres violadas, expulsadas de su hogar, perseguidas, pobres y excluidas. Miriam Amaya afirma que solo les quedaban dos salidas: la prostitución o el espectáculo. Ella tenía 16 años cuando le ofrecieron hacer la calle. “Era dinero rápido, pero no tenía nada de fácil”. Para entonces ya tenía pechos. Había comenzado a hormonarse de forma clandestina a los 13. Por extraño que parezca, encontró en su familia, de etnia gitana, la comprensión que le faltó fuera. Ahora, a punto de cumplir 60, asegura que no cambiaría nada de su vida porque también le han sucedido cosas buenas, como el amor. Su primer novio, un alemán llamado Karl, le pidió en la puerta de la clínica de Casablanca (donde acudió para eliminar su pene y reasignar el sexo) que no se operara. “Entonces lo que hacían eran castraciones”, rememora Amaya.

“Este es un libro de sonrisas y lágrimas. No solo cuenta la crueldad que soportaron estas mujeres, también cómo se rieron del franquismo sin estar organizadas”, explica Solís. “Hicimos una gran revolución pacífica. Con carmín, tacones, plumas y lentejuelas”, afirma Cambrollé, que ahora preside la Asociación de Transexuales de Andalucía. Esta comunidad autónoma aprobó en 2014 la Ley de Transexualidad más avanzada de Europa, gracias su empeño. Sin embargo, a Cambrollé siempre le persiguió el desprecio de su padre. Después de cinco años sin hablarse, y cuando había completado su transición personal, un día le espetó: “Qué guapa estás, hija mía”. Eso le bastó para perdonarlo. “Entendí que mi padre era una víctima más de una moral impuestas por la sociedad”.

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