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DIARIO DE CAMPAÑA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El animalismo “amenaza” el Congreso

La verosímil entrada del PACMA en las Cortes añade dogmatismo al variopinto hemiciclo

Manifestación del Partido Animalista, el pasado 6 de abril en Sevilla.
Manifestación del Partido Animalista, el pasado 6 de abril en Sevilla.Raul Caro Cadenas (EFE)

No está claro si el animalismo exige a sus legionarios la extirpación ritual de los colmillos. Podría tratarse de un rito de iniciación como remedio o escarmiento a las tentaciones carnívoras. Y como expresión de una radicalidad que ha logrado ubicarse en el umbral del Parlamento.

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La encuesta lisérgica de Tezanos describe una horquilla entre cero y dos señorías. Podría el PACMA aprovechar el fervor urbanita de Barcelona y de Valencia. Y sumar su religión al pintoresquismo de un hemiciclo en cuyas gradas cohabitarán generales, toreros y tertulianos.

Es el animalismo una utopía o una distopía que emula los movimientos de liberación característicos del siglo XX, pero trasladados a una concepción igualitaria de los seres sintientes. O no tan igualitaria, pues el fundamentalismo de esta doctrina abjura de la dignidad de los humanos.

Se les atribuye una ferocidad predadora. Se los responsabiliza de haber profanado la armonía de la naturaleza y de la convivencia. El delirio de semejante ideología tanto implica la humanización de los animales —empezando por los derechos y por el albedrío— como la deshumanización de los hombres. Hemos de avergonzarnos de haber sometido al caballo. De llevar atado a un dogo. De haber urdido los ritos eucarísticos (la tauromaquia) y las experiencias lúdicas (el circo, el hipódromo). De haber convertido el jamón en un manjar. Y de utilizar a los ratones para curar el cáncer de páncreas, como acaba de anunciar el profesor Barbacid.

El animalismo aspira a la fundación de Zoópolis, una comunidad de criaturas sensibles que sacrifica el antropocentrismo y que transforma al animal en el prójimo. Matar un cerdo nos convierte en verdugos. Comernos unas chuletillas de lechal nos convierte en infanticidas.

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El movimiento engancha en la ciudad porque la naturaleza es un planeta remoto e idealizado, y porque se trata de una causa acomodada cuya sensibilidad se recrea en la estética de los animales hermosos a expensas de los abyectos. Las carencias afectivas de la sociedad han convertido al perrito y al gatito en placebos humanos, aunque los entusiastas mascoteros parecen ignorar que el animalismo urge a la liberarlos de la explotación y el cautiverio.

Los animales deben respetarse. Y la mejor manera de hacerlo es tratarlos precisamente como animales. No tienen derechos, como tampoco deberes. En caso contrario, deberíamos incorporarlos al cumplimiento de las leyes, o del derecho natural, exactamente como le sucedió a la cerda Falaise en un proceso tardomedieval que conmovió a la opinión pública francesa.

Fue acusada la gorrina de matar a un niño. Y condenada a muerte por la misma fechoría. El antecedente sugiere un escenario de caos, pero también retrata el último escalón de la igualdad que debería sopesar el animalismo antes de proyectar con alborozo El planeta de los simios.

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