Ibar: “Estoy aquí porque me parezco a alguien de un vídeo”
Esta es la historia de Pablo Ibar, un hombre que, sin una sola prueba física que le incrimine, lleva más tiempo encarcelado que libre
La primera vez que me senté frente a Pablo Ibar en una cabina del corredor de la muerte —mampara de vidrio mediante— le pedí que me contara por qué estaba ahí. “Porque me parezco a una persona que sale en un vídeo”, respondió directo, vestido con un mono naranja. Era el año 2012 y, en un primer momento, me pareció una respuesta demasiado vaga, casi inocente. Años más tarde me di cuenta de que, básicamente, de eso trata todo este asunto.
Recuerdo, también, que, en una segunda charla en el corredor, un año después y en mitad del frío, del gris y del metálico de las puertas, Pablo añadió: “Estoy yo aquí, pero podrías ser tú”. Y me señaló. Ahí sí, se vino el escalofrío.
Esta es la historia de un hombre que, sin una sola prueba física que le incrimine (exceptuando una traza milimétrica de ADN que la defensa insiste en que se trata de una contaminación), un solo experto en fisionomía que le reconozca y ni un solo testigo que lo identifique, lleva más tiempo encarcelado que libre. Pero el jurado ha vuelto a poner el foco en otro lugar, aquel que tiene que ver con la percepción y la pulsión, que es donde la fiscalía se ha sentido a gusto desde el inicio de esta travesía. “Lo que me están quitando de vida no lo voy a poder recuperar jamás”, me explicó Pablo hace años. Lo tiene claro.
A Ibar lo detuvieron en 1994, cuando tenía 22 años, por una discusión entre chavales que se dedicaban a trapichear. Fue ya en comisaría cuando los detectives Paul Manzella y Craig Scarlett, de la policía de Miramar (Miami) creyeron ver el rostro de Pablo en una imagen —borrosa y en blanco y negro— que había captado una cámara de seguridad en un triple asesinato ocurrido días antes. La convicción era tan clara que los detectives ignoraron el chivatazo de un tipo que se acercó esos días a la comisaría para informar de que el asesinato tenía que ver con la familia Gambino de la mafia. Aquel hombre aparecería muerto días después mientras los detectives seguían a vueltas con el parecido entre la imagen de pésima calidad y Pablo.
Tampoco hicieron caso en su momento a las amenazas que había recibido una de las víctimas, Casimir Sucharski, dueño de un club nocturno, recogidas por otra cámara y cuyas cintas acabarían apareciendo borradas con resto de imán. Para completar el asunto, Manzella y Scarlett se basaron en un único testigo que, en este último juicio, ha reconocido que incriminó a Pablo porque “no quería líos” y que, el del vídeo, podría ser Ibar “o un tipo que viene conmigo a jugar a la bolera”. Literal.
La guinda: otro testimonio usado por la policía admitió hace días que recibió 1.000 dólares por culpar a Ibar. Y que el pago lo autorizó Manzella. “Necesitaban a alguien, un culpable. Y me tocó”, me contó hace años Pablo en el corredor.
El problema —uno de ellos— es que a Ibar le cayó en aquel momento un abogado de oficio llamado Kayo Morgan que había sido detenido meses antes por presentarse a una vista con un mono en el hombro. El juicio arrancó en 1999 —tras un nulo dos años antes— y Morgan se puso enfermo, se enganchó a los medicamentos y acabó detenido durante el proceso por agredir a su mujer. Hay una imagen que condensa qué tipo de defensa padeció Ibar: un día entró en la corte, esposado, y se cruzó con su abogado, también esposado. “Recuerdo que pensé: de esta no salgo vivo”. Todavía Ibar y su familia se preguntan por qué el juez no hizo caso de su petición de cambio de abogado.
El fiscal no tuvo piedad. Chuck Morton, un veterano curtido, sacó su voz pasional para machacar al abogado de Ibar y logró colmar los sentimientos de la familia de las víctimas: querían la condena a muerte para Ibar. Cuenta Tanya, la mujer de Pablo, el día que se cruzó en el tribunal con la hermana de una de las víctimas. Ibar acababa de ser condenado. Tanya la miró, la abrazó y le dijo: “Comprendo tu dolor, pero Pablo no ha sido”.
Ibar fue sentenciado en el año 2000 sin unanimidad. Nueve votos a tres, una situación ahora inconstitucional y que, entonces, solo tres Estados permitían. Fue condenado, también, sin pruebas físicas: de los cinco restos de ADN que impregnaban el lugar del asesinato, tres correspondían a las víctimas y dos a hombres de mediana edad. Ninguno de ellos a Pablo Ibar. Tampoco el pelo hallado, las huellas ni la sangre eran de Ibar.
Cuando Pablo entró en el corredor, tras seis años en la prisión de Broward County, pudo por primera vez abrazar a Tanya. Desde su detención su único contacto había sido a través de videollamadas. Durante los 16 años siguientes que Ibar pasaría en el corredor Tanya jamás fallaría: cada sábado condujo cuatro horas de ida y cuatro de vuelta para ir a visitarle. “Sé que la mañana de los asesinatos yo estaba con Pablo. A partir de ahí, nunca he necesitado nada más”. Tampoco Cándido, su padre. Le preguntó el primer día tras su detención y jamás volvió a dudar.
Cándido, pelotari y hermano del boxeador Urtain, emigró a Florida en los años 70 para jugar al jai alai. Se iba a ir a Filipinas junto a Larrañaga, otro pelotari, pero en el último instante eligió Estados Unidos. Años después ambos se reencontrarían en el País Vasco, con sus hijos, Paco Larrañaga y Pablo Ibar, condenados a muerte.
Tras la sentencia comenzó una pelea que ya dura 18 años y que, hombro con hombro con Tanya, se ha llevado por delante salud, sueño y lágrimas. Cándido y Tanya jamás han dejado de pelear, recorriendo a su pesar despachos de políticos y platós de televisión. Viajes, kilómetros, noches en moteles o gasolineras, agobios económicos, viendo la vida escaparse, contemplando cómo el resto de la gente podía dormir por las noches.
La inaudita travesía lleva, de momento, 1,3 millones de dólares gastados, que es lo mínimo que cobra un abogado en Florida por sacar a alguien del corredor de la muerte. A pesar del titánico esfuerzo de la familia de Pablo en Euskadi y de Andrés Krakemberger al frente de la Asociación contra la Pena de Muerte Pablo Ibar, Pablo aún no ha recaudado todo.
La pesadilla volvió a tomar forma este sábado. Otra vez el viejo fiscal Morton, que ha regresado de su jubilación solo para atender este caso, volvió a modular su voz para convencer al jurado de que esa persona del vídeo, por más que los agentes del FBI no puedan afirmarlo, sí es Pablo Ibar. El jurado le ha creído. Ibar es declarado culpable otra vez y ahora falta saber cuál será la sentencia.
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