Pelazos a la mar
González y Aznar no son amigos, o no lo parecen. Es más creíble que se detesten cordialmente. Pero nunca se les vio tan cómplices, tan excompañeros de exfatigas, tan colegas

Se miraron. Se escucharon. Se dieron su sitio. Diríase incluso que se gustaron. No el uno al otro, tampoco nos volvamos locos, sino cada uno por su lado y a sus respectivos públicos, que no daban crédito a semejante idilio. No son amigos, o no lo parecen. Es más creíble que se detesten cordialmente. Pero nunca se les vio tan cómplices, tan excompañeros de exfatigas, tan colegas. Tanto, que no querían irse. Tuvo que ser la moderadora la que levantara la sesión casi una hora después de lo previsto. “Nos va la marcha”, había dicho Aznar antes respecto a sus periódicas vueltas a la escena desde sus confortables retaguardias. González no le llevó la contraria.
Dicen que es difícil ser expresidente. Que los retiros dorados también queman. Viéndoles, no lo parecía. Lucían ambos pintaza de brazos de mar con ese moreno de playa, playa que no da ninguna alberca. Ambos, con su extraordinaria mata de pelo. Uno, González, de ese blanco que no consigue ningún tinte y sin más disciplina que sus remolinos. El otro, Aznar, de un sospechoso castaño oscuro casi negro y una raya al bies que debe de romperle varios peines al año. Ambos, instalados en esa lozana madurez pasada de largo la sesentena en la que las edades y los aspectos tienden a igualarse, aunque ambos se lleven once años. También sobre eso hubo chanza: “Soy media generación más joven”, disparó Aznar. “Estoy viejo, y por eso pienso más en el futuro que en el pasado”, se la devolvió González.
Habían empezado más rígidos. Posando del bracete de Soledad Gallego Díaz, la directora de EL PAÍS, que era una reportera de 26 años en 1978. Escoltados ambos por sus respectivas esposas –una Ana Botella y una Mar García Vaquero tanto o más morenas que sus legítimos- y sus respectivos ultrafieles de todas sus épocas. Los exministros Gallardón y Acebes, por Aznar. Y los exministros Solana, Almunia, y Rosa Conde, por González. La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, como máxima, y única, representación del Gobierno de Pedro Sánchez. Y Begoña Villacís, de Ciudadanos, haciendo de fiel de la balanza.
Un puñado de suscriptores de EL PAÍS y un batallón de periodistas de todo pelaje, de millenials a eméritos, asistían embobados al espectáculo.Porque, sí, daba gusto verles y escucharles. Tutearse. Intercambiar chascarrillos. Pasar en segundos del insólito colegueo de antiguos alumnos de instituto a la solemnidad de historia andante que ambos llevan puesta, cada uno a su manera. Haciendo Aznar, de Aznar, y Felipe, de Felipe. Confundidos por una vez persona y personaje. Como dos consuegros que se aborrecen en privado pero que asisten complacidos y se fuman el puro de la paz en las bodas de rubí de su hija predilecta, la Constitución, aunque ninguno de los dos sea su padre.
Eso fue lo que pareció la cumbre González-Aznar. Lo interesante sería saber lo que estaban pensando. Eso se lo contarían a los suyos de vuelta a sus cuarteles de extodos en sus cochazos oficiales. A esa hora, la del crepúsculo, se cruzaban por la calle algunos de los hombres y mujeres más bellos y modernos de Madrid rumbo al primer gintonic con las mujeres y hombres que hacían cola frente a la iglesia del Padre Ángel para recibir la leche y las galletas y los macarrones y las salchichas de bote de la ayuda humanitaria.
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