La ambición por el poder sin ideología
Sáenz de Santamaría hizo toda su carrera en el PP en los 18 años que trabajó como 'vicetodo' de Mariano Rajoy
Organizada, persistente, ambiciosa, preparada y trabajadora. Son las cualidades en las que partidarios y detractores coinciden para definir a Soraya Sáenz de Santamaría (Valladolid, 1971). Los más enemigos, dentro del PP, le atribuyen, eso sí, todas las maquinaciones de los últimos años que han dado al traste con varias carreras políticas. Y no la identifican con más ideología que la necesaria para alcanzar sus particulares aspiraciones.
A ella no le entusiasma limitarse con una definición clásica partidaria. Alérgica durante años a las aflicciones del partido, sin territorio propio y feliz con el ejercicio del poder, en la campaña para liderar el PP en la que fue derrotada por Pablo Casado, el pasado julio, descubrió con su tono mecánico de perfecta opositora que pudo ganar entre los militantes de base pero no tenía nada que hacer contra el aparato y sus enemigos acumulados.
Hace 18 años, cuando Santamaría tenía ya 29 y llevaba un par ejerciendo como abogada del Estado en León, se enteró de que en la vicepresidencia del Gobierno que ostentaba entonces Mariano Rajoy estaban buscando asesores jurídicos, y gestionó una cita con el jefe de gabinete del político gallego. Cuatro años más tarde, en las elecciones de 2004, se coló ya en el puesto 17 de la lista del PP por Madrid y accedió al escaño del Congreso cuando dejó su vacante el entonces todopoderoso Rodrigo Rato. Luego hizo el resto de su carrera a la sombra de Rajoy y enfrentada a su gran rival interna, Dolores de Cospedal.
El despiste sobre el sustrato de sus verdaderas ideas llegó a tal punto que en la campaña de primarias del PP se le preguntó si realmente tenía ideología. Y replicó: “Por supuesto que la tengo, la del PP. No soy socialdemócrata, lo digo con claridad. Liberal combinando con algunos principios de la tradición democristiana”.
Esas proclamaciones ambiguas y otras sobre el sistema autonómico, el aborto, el matrimonio homosexual o la relación con Cataluña han irritado al votante popular más de derechas y a organizaciones ultras como Hazte Oír, que la tacharon con una cruz por su modelo de vida o familia.
En 2005 se casó por lo civil con el abogado del Estado José Iván Rosa Vallejo, con el que tuvo en 2011 a su único hijo, nueve días antes de que Rajoy ganara con mayoría absoluta y ella pasase a ser su guardiana como vicetodo. Ese momento de inflexión y de confianza extrema que le concedió el hoy expresidente le sirvió para enamorarse del ejercicio del poder, para desarrollar casi sin límites sus ámbitos de influencia. El creciente poder de Santamaría y sus seguidores en el Consejo de Ministros, en el Centro Nacional de Inteligencia y en las políticas de ese Gobierno levantaron más que suspicacias en un grupo amplio de amigos y colaboradores históricos de Rajoy. Se etiquetaron primero como el G-8 y luego como el G-5, según fueron perdiendo miembros por la aparición de distintos escándalos. En los últimos meses parecieron diluirse, en parte presionados por el propio Rajoy, que les conminó a disolver sus comidas de grupo cuyo único nexo de unión resultaba ser su inquina y hasta "odio" hacia ella. La recriminación más seria de esos amigos veteranos de Rajoy, sin embargo, tenía que ver con la difusa ideología de Santamaría y con el verdadero balance de su capacidad de gestión de problemas tan serios como el desafío separatista en Cataluña y su atribuida Operación Diálogo con algunos nacionalistas. Fue Rajoy, sin embargo, el que le asignó coordinar todas las crisis políticas surgidas durante su mandato y, en especial, la suscitada por el procés independentista de Cataluña. Santamaría asumió las funciones de Presidencia de la Generalitat tras la activación del artículo 155 de la Constitución, el 27 de octubre de 2017.
Del clásico 1 al 10, en la clasificación de izquierda a derecha, a Santamaría no le agrada encasillarse. En sus mítines y entrevistas de las primarias del PP usó los datos de las encuestas privadas y hasta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) para remarcar que era la aspirante que mejor podría competir con el socialista Pedro Sánchez para ganar las próximas elecciones generales. Y lo que reflejaba la cocina del CIS, efectivamente, era que el conjunto de los españoles la marcaban a la derecha con una puntuación de 3,3; los votantes de Ciudadanos le daban un 4,3, y un 6,4 los simpatizantes del propio PP. Aunque el CIS también reconocía, dentro del páramo de puntuación de suspenso para todo el Gabinete de Rajoy, presidente incluido, que la exvicepresidenta obtenía la mejor nota, con una media en consideración de 3,71.
En julio y en su última caravana electoral, en la que se desplegó por España en coche, tren, avión y hasta helicóptero, descubrió la cercanía del contacto directo y el cariño de muchos afiliados y llegó a creerse que el hecho de ser mujer en esa ocasión le podría beneficiar para encararse en un futuro con Pedro Sánchez. Llegó a reconvenir en ocasiones a sus colaboradores para que la dejaran perderse un AVE por retrasarse concediendo selfies a simpatizantes que la achuchaban aunque luego tuviese que suprimir el espacio para una comida sana por otra hamburguesa prefabricada. Demasiado tarde. En su discurso ante los compromisarios del PP, ya en el cónclave, perdió esa conexión y dictó una clase demasiado magistral. No conectó con el corazón del partido, que miró hacia la siguiente generación, la de Casado.
Es animada y bailona en las fiestas. Este verano, tras una década sin vacaciones completas, su hijo, de siete años, la ha visto varios días por primera vez sin el móvil pegado en la mano. Ha reflexionado sobre todo ello, no ha aceptado ninguna oferta privada (tiene dos años por delante de amplias incompatibilidades) y le ha motivado abrir una nueva etapa.
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