Diez años de viaje junto a un asesino y violador
María Elena Ruiz y Guillermo Fernández sacaron su dinero y dejaron a deber facturas antes de su huida
María Elena: ¿Te marchas? La compañía telefónica con la que María Elena Ruiz Sancho (Santander, 1979) tenía contratados varios servicios en Torrelavega, Cantabria, se despedía de esa manera rutinaria, pero casi profética, de su cliente. El 15 de julio, una semana antes de llegar la misiva, se marchó. Inició un viaje en su furgoneta con la intención de desparecer junto a su pareja, Guillermo Fernández Bueno, un preso de la cárcel de El Dueso, Santander, condenado a 26 años por violar a dos mujeres y a la segunda además asesinarla con ensañamiento.
¿Amor, locura, manipulación, secuestro emocional? María Elena y Guillermo huyeron aprovechando un permiso carcelario del reo. Fueron detenidos quince días después en el atiborrado y caótico paso fronterizo de Karang, en Senegal, a punto de cruzar a Gambia después de una travesía de 4.300 kilómetros. Los papeles de ella estaban en regla, lo que permitió darles caza. Él viajaba con un pasaporte falso.
La escapada fallida hacia el corazón de África apenas si duró una quincena, pero el viaje emocional de María Elena con el violador y asesino con el que huyó dejando todo atrás, dura ya una década. Es difícil entender cómo un asesino con ese perfil pueda llegar a mantener una relación sentimental, pero hay claves que lo explican. Los psicópatas son unos seductores patológicos, responden los expertos. “Los violadores y maltratadores tienen una capacidad de manipulación en general muy elevada y son de los reos más adaptados al entorno carcelario. Se portan muy bien. Hay un mito que no es cierto. No son disfuncionales, no se están peleando todo el rato”, explica el presidente de Psicólogos sin Fronteras, y profesor de la Universidad Complutense, Guillermo Fouce.
No solo se portaba bien, sino que se casó con María Elena. La pareja, además, no se caracterizaba precisamente por su despliegue social. Se habían encerrado en ellos, en sus encuentros y en sus planes. No se exhibían en las redes sociales. A Guillermo nadie le visitaba por lo que había hecho, salvo María Elena. Ella vivía sola la mayor parte del tiempo en el piso que dejó su padre en la localidad cántabra de Torrelavega cuando, tras jubilarse, se fue a Paraguay con su nueva pareja. Desde mediados de mayo, siguiendo un plan, seguramente dictado desde la cárcel, la mujer, que vendía artesanía en mercadillos de la provincia, fue haciendo acopio de dinero, prescindiendo de servicios y dejando de pagar algunas facturas, incluso la cuota de autónomo de la Seguridad Social. Su negocio no era especialmente boyante.
De hecho, sobrevivía gracias a las ayudas de la Comunidad de Cantabria destinadas a incentivar el autoempleo y a lo que vendía en su puesto en los mercadillos de Laredo, Liérganes o en la propia Torrelavega. Sus vecinos apenas sí cruzaban cuatro frases de cortesía con ella. Las últimas imágenes que guardan de ambos son cargando bolsas en la furgoneta habilitada para trasladar su puesto. Inexplicablemente, o quizás sí, la pareja lleva dándose abrazos más de diez años desde que ella comenzó a colaborar con la Pastoral Penitenciaria —voluntarios dependientes del Obispado— y se conocieron, en la vieja cárcel provincial de Santander, en 2005.
“Hay personas que entran en el voluntariado, realizan acompañamientos o intervenciones pensando que van a salvar al otro y que van a transformar la realidad y acaban teniendo problemas al confundir ponerse en el lugar del otro con justificar lo injustificable”, explica el profesor. Confunden simpatizar con empatizar. No es el primer caso, y tampoco será el último de relaciones largas entre presas y presos con graves delitos y funcionarios y funcionarias.
La película Horas de luz cuenta el romance en 1992 y posterior boda entre Juan José Garfia y María del Mar Villar. Se conocieron, curiosamente en El Dueso. Él tenía 25 años y cumplía una condena de 113 por el asesinato en 1987 de un guardia civil, un policía municipal y un empresario. Ella, hija de guardia civil, tenía 32 cuando fue destinada al penal como enfermera. Otro caso es el de Manuel Rabadán, el asesino de la ballesta, que mató a su padre. Se casó en 2003 con la enfermera que le atendía en prisión.
En Guillermo Fernández confluye, además, el sadismo. En 2000 violó a una mujer en una panadería en Vitoria y un mes después violó y asesinó a otra. A esta última la golpeó por la espalda con una botella y después la violó analmente con tal violencia que la asfixió de la presión que ejerció con sus manos sobre la cabeza para que no se pudiera girar y reconocerle. Después le cortó el cuello con una espátula y con una sierra dentada. El laberinto emocional que vive María Elena Ruiz a su lado solo lo conoce ella. Quizás es, simplemente presa del amor.
El caso es que la hija “de apariencia hippy” de Victoriano, el sindicalista de USO que luchó en el comité de empresa del Ayuntamiento de Torrelavega, sigue, de momento, aferrada a las mismas manos que hace dieciocho años violaron y mataron. Fouce explica que los maltratadores se toman su tiempo. “Es un proceso muy largo de anulación de la otra persona, un proceso de manipulación para doblegar el criterio del otro. Juegan con las emociones, el juicio está distorsionado”, sostiene el profesor de la Complutense. “La víctima de agresión o maltrato necesita además entender lo que ocurre y eso a veces le lleva a sentirse culpable, a pensar que algo hizo para merecer lo que le está pasando, a justificar al agresor y la agresión”, añade.
Los psicópatas se aprovechan de los déficits y los puntos vulnerables de su víctima, los huelen y los aprovechan. “Son especialistas en lograr la sumisión de su víctima. Y a partir de ahí lo lógico es que la persona, como sucedió con la Manada, no reaccione peleando, primero porque no va a poner en riesgo su vida. Las víctimas buscan formas de adaptarse y sobrevivir a la situación. Ante una amenaza se puede luchar, huir o paralizarse, las tres son respuestas adaptativas y frecuentes, es natural y comprensible”.
Como si se tratara de una película, el asesino confeso, con una personalidad “sádico agresiva” —llevaba 12 años en la cárcel y le quedan otros 10— y la artesana que vendía pulseras y pequeños objetos orientales en los mercados de Cantabria, se dieron un abrazo de despedida poco antes de que la policía de Senegal les separara para tomarles declaración y trasladarles a Dakar. El perro de ella, que viajaba con ambos y del que María Elena no se separaba, no dejaba de ladrar. Los próximos 10 años solo van a poder verse en la cárcel si Instituciones Penitenciarias le mantiene en el Dueso, Santoña. “Diez años con la expectativa de salir en libertad condicional no es lo mismo que otros diez encerrado a cal y canto, como es previsible que suceda a partir de ahora”, explica un funcionario de El Dueso junto a la garita de la Guardia Civil en la parte del penal que mira al mar. “Si, como parece, es una víctima y está totalmente manipulada, solo podrá salir de ese círculo vicioso con ayuda externa”, argumenta.
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