Historia de un linchamiento
El acoso que sufrió un sospechoso de la muerte de Gabriel Cruz reaviva el debate sobre las coberturas sensacionalistas
La periodista enciende el GPS, activa el cronómetro y arranca el coche. De fondo, música trepidante, propia de una película de acción. La imagen se oscurece y los contrastes se acentúan potenciando los efectos dramáticos. El trayecto tiene unos 60 kilómetros y conduce a Las Hortichuelas, la pedanía almeriense donde desapareció Gabriel, el niño de ocho años cuyo paradero mantuvo en vilo a media España durante dos semanas. La misión de la periodista: comprobar la coartada de un hombre inocente. ¿Da tiempo a ir, cometer un crimen y volver, para luego dejarse ver en la terraza de casa como si nada? El veredicto: ajustadito pero sí. La periodista muestra a cámara el cronómetro: 42 minutos a buen ritmo.
Cuesta trabajo hablar de errores consustanciales a la profesión cuando tras el telón se manejan cifras millonarias
En el plató se analiza esta prueba considerada, cuando menos, turbadora. Todos están muy involucrados en la investigación, tan preocupados por el destino de ese niño que le dedican horas y horas del programa en franjas de máxima audiencia. Lo que callan —pero saben—: que el hombre cuya coartada analizan había sido descartado completamente por la investigación desde el 2 de marzo, hecho del que informaron en rueda de prensa tanto Juan Ignacio Zoido, entonces ministro del Interior, como los padres del niño. ¿La fecha de emisión del programa? 7 de marzo. ¿El programa? El de Ana Rosa. Telecinco.
El tratamiento informativo dado al caso Gabriel se ha convertido en uno de los ejemplos recientes más preocupantes de basura mediática. Programas especiales, sentimentalismo y morbo, explotación del dolor, politización de la tragedia, etcétera, fueron la ración cotidiana de carnaza televisiva. Algunos colectivos han manifestado su rechazo por esta cobertura, pero —a excepción de un informe del Consejo Audiovisual de Andalucía— poco se ha hablado del linchamiento mediático al que fue sometido D., esta persona inocente. Se trataba de un hombre que tenía prohibido acercarse a la madre de Gabriel por un acoso anterior, pero que jamás se había manifestado de forma violenta. Un hombre vulnerable, con una enfermedad mental. Un hombre cuyo nombre completo, lugar de residencia, aspecto físico, costumbres e historial clínico fueron difundidos y escrutados sin compasión por una jauría de supuestos expertos: periodistas, forenses, abogados, exmiembros de la Guardia Civil, psicólogos y juristas que, escudados en sus títulos, se sintieron con derecho para expresar sus opiniones de barra de bar. Un hombre cuya familia fue sometida a vigilancia por un enjambre de periodistas en la puerta de sus viviendas y sus trabajos. Un hombre sobre el que se publicaron rumores, testimonios falsos y teorías inculpatorias, al que se cuestionó, calumnió y ridiculizó.
El mismo Zoido se vio obligado a pedir a los medios que dejasen de difundir bulos al respecto. Entonces, ¿qué sucedió? ¿Fue consecuencia de la falta de novedades? ¿Se contagiaron unos programas a otros, extendiendo las sospechas? Mientras proseguía la búsqueda del niño, los magacines de Antena 3 y Telecinco —y, en menor medida, de La 1— se dedicaban a analizar la sólida coartada de D., cuestionando la información proporcionada por el Ministerio del Interior. El 6 de marzo, en El programa de Ana Rosa, se mantuvo en pantalla seis minutos el rótulo “El acosador de la madre no está libre de sospecha” y D. fue calificado como “el único sospechoso”. Sobre la versión oficial de su inocencia, Ana Rosa afirmó: “Bueno, de estas investigaciones, qué queréis que os diga, solo sabemos la cuarta parte”.
El día siguiente, el programa comenzó guardando las formas y recordó que D. no estaba implicado, ya que varios testigos lo habían ubicado en su casa, a unos 60 kilómetros de distancia. Hecha esta salvedad, hubo carta blanca para nuevos cuestionamientos, ya que, en palabras de Ana Rosa, “nosotros entendemos que todas las líneas de investigación permanecen abiertas”. También Susana Griso afirmó en Espejo público el 6 de marzo que “en las últimas horas” la hipótesis que relacionaba a D. con la desaparición del niño había “cobrado fuerza”. Mención aparte merece el periodista Manel Vilaseró, al que la madre de Gabriel tuvo que pedir que dejase de hablar de su hijo, y que visitó los platós de televisión aquellos trágicos días en su condición de supuesto amigo de la familia, dando a entender que contaba con información privilegiada. Así, en El programa de Ana Rosa reflexionaba sobre D.: “Está realmente trastornado y para mí sigue siendo una pista. No está descartado en absoluto, ¿por qué? ¿Qué datos tenemos que lo descarten? Al contrario, tenemos datos de que en esas horas había manipulado la pulsera (…) Descartar de entrada a un tío que se niega a declarar…, no sé”.
El día de la desaparición de Gabriel se perdió la señal de la pulsera telemática que D. está obligado a llevar debido a la orden de alejamiento sobre la madre del niño. La tesis de que la manipuló voluntariamente se impuso como la única verdadera, y de ahí se extrajeron conclusiones inculpatorias. “Resulta muy, muy llamativo que manipulara la pulsera dos horas antes de la desaparición del niño”, se afirmó en un reportaje de El programa de Ana Rosa. “Es mucha casualidad que, el mismo día que desaparece el niño, esta persona desactive la pulsera”, se dijo en la mesa de debate, así como: “Eso de que estuviera controlado, no lo sabemos. Tenemos dudas de que estuviera controlado”.
En Espejo público la manipulación de la pulsera, asociada a imágenes del niño, se publicó en rótulos repetidamente, y en La mañana de La 1 —donde se difundieron sus datos personales (nombre y apellidos, edad, lugar de residencia, historial clínico, aficiones) e imágenes de su rostro parcialmente pixelado— un colaborador reflexionaba: “Es mucha casualidad, es el señor que acosaba a la madre… Mi impresión es que no está descartado”. Sin embargo, pese a la constancia de que entre las tres y las cinco de la tarde la pulsera de D. no emitió señal, las antenas repetidoras de la zona sí lo ubicaron en su pueblo. Y esto se sabía. Los fallos en las pulseras telemáticas —especialmente en zonas rurales— son muy frecuentes, y su deficiente funcionamiento ha sido denunciado por diferentes fiscalías —las de Bilbao, Jaén, Soria o La Rioja, por ejemplo—. Nada de esto se consideró en los mencionados programas.
El historial de D., que incluye condenas por quebrantamientos de la orden de alejamiento, fue tomado como prueba incriminatoria. Con estos datos, El programa de Ana Rosa fabricó su primicia el 6 de marzo bajo el lema de “Los siete días que el acosador estuvo ilocalizable”, exclusiva anunciada antes de cada pausa publicitaria: “Estuvo en paradero desconocido. Se saltó las normas (…). No podía estar a una distancia de menos de 200 metros de la madre de Gabriel y siempre tenía que estar localizable con esta pulsera telemática. Pero no lo cumplió. ¿Por qué? ¿Dónde estuvo?”. También unas declaraciones de D. realizadas en una carrera popular, sin relación con el caso, fueron presentadas como reclamo previo a la publicidad, descontextualizadas, analizadas con lupa y comentadas con sorna. De su aspecto se dijo: “Barba cuidada y media melena con bonitos tirabuzones sujetada con una pequeña cinta. No es el peinado más cómodo para correr; de hecho, varias veces se retira el pelo de la cara mientras habla porque le molesta”. De su entrenamiento: “Cinco o seis días de entrenamiento cada semana: tienen razón esos vecinos de su pueblo que aseguran que era un tipo raro y siempre corría”. Y cuando D. explica el bienestar que le ocasiona correr, la interpretación fue: “Quizás la felicidad que irradia se deba a que ella (la madre de Gabriel) andaba cerca”. Estos contenidos se emitieron en pantalla completa o dividida, en bucle o en rótulo, y con imágenes de D. (pixeladas pero reconocibles) a lo largo de todo el programa.
Para contraatacar en la lucha por la primicia, Espejo público no tuvo el más mínimo problema en difundir lo que ya se sabía que era un rumor malintencionado: el falso testimonio de una vecina que aseguró haber visto a D. metiendo herramientas sospechosas en su coche. Un exaltado Nacho Abad ofreció datos sin contrastar de forma escalonada, creando expectación y espectacularizando la tragedia. Así, primero mencionó que lo habían visto meter en el Mercedes de su hermano “objetos altamente sospechosos”; más adelante informó de que eran “tres” esos “objetos altamente sospechosos”, y, luego, levantando la voz, el gran golpe de efecto: “Les avanzo uno de estos objetos: es una pala”. Para rematar —pausa publicitaria mediante—, desveló la (des)información completa: “Un pico, una pala y un saco de amplias dimensiones”, según el testimonio proporcionado por un “testigo fiable, muy fiable”. Hechos tan triviales como que uno de los coches de la familia hubiese sido lavado 24 horas tras la desaparición del niño —“exhaustivamente limpiado”, según Abad— se interpretaron como indicios de una posible culpabilidad que alcanzaría incluso a los familiares de D. La posibilidad de cubrir en coche la distancia de más de 60 kilómetros hasta Las Hortichuelas fue debatida en plató, pero Abad zanjó el debate sintetizando —en voz considerablemente elevada— su teoría inculpatoria: “Pico, pala, saco y coche convenientemente lavado”.
Frente a la credibilidad que se otorgó a este falso testimonio, se cuestionó el de aquellos que lo vieron leyendo en su terraza el día de autos. Manel Vilaseró los despreció alegando que eran “un primo o no sé qué”. Nacho Abad se preguntó cómo es posible leer en la terraza cuando aquel día “al parecer” llovía. Por su parte, Espejo público analizó la “debilidad” de esta coartada: “A este hombre le han pillado mintiendo (…). Él dice que tiene como coartada a su madre, y la madre ha reconocido a la gente del pueblo que ella en torno a las tres menos cuarto de la tarde se va a dormir la siesta y no tiene ni idea de dónde está su hijo”.
Leer en la terraza, y para más inri en voz alta, es una de las muchas “manías” y “gustos raros” de D.: “Él iba avanzando en esa obsesión, primero empezó a correr, mucho leer, el tema del dibujo, y ahora lo que estaba haciendo era leer en voz alta”, comentó Joaquín Prat en El programa de Ana Rosa. Jerónimo Boloix, exinspector de policía, insistió en este mismo programa en que D. no estaba exculpado por completo: “Parece ser que tiene alguna patología mental, es un hombre que puede ser bipolar, tiene algunas cosas que son bastante poco explicables”. No hubo empacho en ofrecer todo tipo de datos —contrastados o no— sobre su historial clínico, medicación, síntomas, etcétera, todo ello encaminado a minar su credibilidad —“no es creíble”, “su percepción de la realidad está alterada”—, aireando rumores como que estuvo un tiempo durmiendo en un coche “lleno de suciedad, con mantas, alimentos…”. Ana Rosa, frenada hasta entonces por la presunción de inocencia, concluyó: “Está mal para lo que le interesa, pero tiene la capacidad de engañar y mentir”.
La familia de D. se ha quejado públicamente —aunque con escaso eco— de lo que ha supuesto para sus vidas este acoso mediático. Los padres de D., ancianos ya, viendo cómo las imágenes y la vida privada de su hijo se aireaban sin reparo a todas horas, tuvieron que ser atendidos psicológicamente. El mismo D. se encuentra sumido en una depresión profunda y su estado ha empeorado considerablemente. Nadie ha rectificado las falsedades difundidas, más allá del obvio cambio de tercio que supuso la resolución del caso. Cuando se detuvo a la responsable de la muerte del niño, Espejo público leyó un comunicado de la familia de D., pero no ofreció disculpas por las insinuaciones realizadas, nada sobre “el pico, la pala, el saco y el coche convenientemente lavado”. Al revés, se afirmó que la detención era lo que por fin “despejaba las dudas”. La irresponsabilidad de los medios en la creación de juicios paralelos en momentos de gran exaltación ciudadana —exaltación promovida, en gran medida, por estos propios medios— alcanzó en este caso dimensiones preocupantes: multitudes de personas salieron a la calle pidiendo venganza, pero la chispa ya había prendido mucho antes, y pudo haber alcanzado a esta familia.
Cuando pensábamos que estaban superados casos como el de Dolores Vázquez, juzgada culpable y encarcelada injustamente durante más de 500 días por el asesinato de Rocío Wanninkhof, seguimos encontrando coberturas mediáticas absolutamente faltas de rigor y veracidad cuya función de catarsis social representa el odio contra personas que la histérica mentalidad conservadora considera “peligrosas”. En el caso Wanninkhof, el mismo fiscal Francisco Montijano reconoció que los medios influyeron sobre los testigos e, inevitablemente, sobre el jurado popular. “La principal prueba fueron sus mentiras (de los testigos) e hilamos una historia alrededor de esas mentiras, construimos una versión absolutamente coherente, que no tenía fisuras”, afirmó en un testimonio escalofriante que recuerda a Las brujas de Salem, la imprescindible obra de Arthur Miller. Si con Dolores Vázquez la condena en los medios tuvo mucho que ver con su lesbianismo y su supuesto carácter “frío y calculador”, en el caso de D. ha pesado sin duda su condición de enfermo mental, vinculada a estereotipos de obsesión, desequilibrio y manías —agárrense— tan sospechosas como correr, dibujar y leer “compulsivamente”.
Cuesta trabajo hablar de deslices inevitables o errores consustanciales a la profesión cuando tras el telón se manejan cifras de audiencia millonarias. Suele decirse que este tipo de programas están conducidos por carroñeros aunque, en rigor, carroñero es aquel que se alimenta de carroña — de carne podrida o de basura—. Sin embargo, no hay aquí basura previa, no hay carroña, no hay nada. Son los mismos programas los que generan la basura del morbo, el sensacionalismo y el odio y la esparcen por nuestras pantallas, y nosotros, los espectadores, los que nos alimentamos de ella y la multiplicamos al compartirla en las redes. Cabe pensar si la carroñera no es entonces la audiencia y si no debemos hablar de culpa colectiva.
Sara Mesa es periodista y escritora. Su última novela es ‘Cicatriz’ (Anagrama).
Para más información sobre el caso Gabriel se puede consultar aquí el informe realizado por el Consejo Audiovisual de Andalucía.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.