El insólito espectáculo de una confesión
Costa, crecido en el PP desde niño, hace un relato contra su propia biografía que es el primer testimonio de la cruda desilusión vital de un cargo del partido
La confesión de El Bigotes del pasado viernes fue en la línea jaranera de la banda Gürtel: confiesa tú que tienes más gracia. Iba sobrado hasta para confesar, derrochando sentimentalismo y autocelebrando su sinceridad. A Ricardo Costa este miércoles no le ha hecho falta. Ha sido un momento grave y doloroso, ha hecho de su confesión un acto íntimo, casi obra de su mujer, que estaba sentada un poco más atrás en la sala y a la que atribuyó parte “fundamental” de la autoría. Las dimensiones de la sala de vistas ayudaron: hoy se celebraba en la sede habitual de la Audiencia Nacional, no en el polígono de San Fernando, como hasta ahora. Aquella sala es enorme, una confesión habría sido probablemente más gélida, menos fluida, pero la sala de hoy era pequeña. El juez, abogados, acusaciones, periodistas, se apretujaban en las sillas y estaban muy cerca unos de otros. Costa tenía al fiscal a dos metros, casi se lo contaba como si no les oyera nadie. Cuando empezó a hablar se hizo el silencio y parecía una reunión de alcohólicos anónimos. Era el relato de una derrota, de una decepción vital y política. Todos, letrados con el culo pelado, le miraban con aprensión, conscientes de lo que estaba ocurriendo, y de que no era normal, que en España se ha visto poco: el desistimiento de la táctica, el peso aplastante de la verdad, un tipo del PP contándolo todo. Es la primera vez en una década que un alto cargo del partido de Mariano Rajoy habla sin rodeos y con auténtica convicción de lo que era un modo de vida en el partido, al menos en Valencia, y además pide perdón.
En la sesión se reprodujo la conversación telefónica que mantuvieron el 6 de febrero de 2009, el día que estalló el escándalo, Ricardo Costa y el Bigotes. También fue un momento de franqueza donde se percibía el vértigo. Costa le decía que estuviera tranquilo. Álvaro Pérez lloraba, se oían sus sollozos al aparato, con la policía judicial en sus oficinas. Fue incómodo oírlo en la sala, porque era una charla privada. Pero la confesión de Costa no fue incómoda, sino edificante, digna, reparadora, con el problema para el PP de hacer aún más patente que nadie lo había hecho antes. Dio la sensación de que apuntalaba una época de forma irremediable.
Al arrancar el juicio, Costa se colocó dos botellas de agua bajo la silla y se apoyó en la mesa. En la mano derecha un Apple Watch; en la izquierda, una pulserita con los colores de la bandera de España. Rick, como le llamaban en la Gürtel, 45 años, era un pijo de Castellón de voz nasal, siempre con un caramelito en la boca, que esta mañana ha tenido que ir contra su propia biografía. Por eso ha pedido perdón, no solo a los ciudadanos, sino también por adelantado a su familia, “que va a sufrir con esto”. Y es que su familia también es su partido, era la misma cosa. Militaba ya en el PP a los 16 años y pasó 20 de diputado autonómico. Su madre, concejal; su hermano, ministro. La política y el PP eran su hábitat natural, sabía manejarse en sus vericuetos, hasta que en 2005, ha dicho, le dijeron cómo funcionaba aquello de verdad, con dinero negro. “No hice nada para impedirlo, omití la denuncia y asumo mi responsabilidad”, una frase que repitió hasta en cuatro ocasiones.
Costa tuvo una especie de despertar, de volver a nacer, cuando se estrelló tres meses después del estallido del escándalo Gürtel con un cochazo Infiniti. Hoy ha sido como volver a estrellarse, pero en la realidad. Porque le piden 7 años y nueve meses de cárcel. A veces le costó hablar: “¡Acaba usted las frases muy bajo!”, le dijo el juez, José María Vázquez Honrubia, que dirige el juicio con desparpajo y mano firme.
-Tiene usted razón, señoría, acabo las frases muy bajo, intentaré no hacerlo.
Se derrumbaba un poquito con cada verdad que reconocía, aunque la decía con la cabeza alta, pero la voz le traicionaba. Probablemente nunca pensó que se oiría decir eso. A los seis minutos ya nombró a Camps como gran responsable de las campañas electorales de 2007 y 2008. Habló del expresidente de la Comunidad Valenciana con distancia y frialdad, pero dejando claro que le señalaba. Lo más que se deslizó a una valoración personal, difícilmente contenida, fue calificarle de “compulsivo”. El juez intervino:
-Hombre, es una palabra un poco…
-Él era, es, una persona un poco especial.
Camps, en su relato, era una entidad abstracta, de la que descendían las órdenes. No ha relatado ninguna conversación directa, ningún encuentro personal. Y con el PP nacional el cortafuegos ha sido aún más formidable: ha narrado una escena memorable en la que se va a Madrid, informa a Luis Bárcenas de la financiación con dinero negro en Valencia y el famoso tesorero del partido le responde todo digno que, por favor, eso no se hace. Aunque así ha quedado claro que, según Costa, desde 2005 en Génova sabían lo que estaba pasando en Valencia. Y él propuso a Camps, también en 2005, dejar de trabajar con Correa y El Bigotes y Camps dijo que no: “Quería que todos los actos del PP los hiciera Orange Market”.
Costa, sin decirlo, se ha descrito a sí mismo como un buen chico, de familia bien, que se va haciendo malo, atrapado en un sistema corrupto, y lo sabe desde el principio. No supo salir, o no pudo, o no quiso, se dejó llevar, iba subido en un Infiniti, el flamante PP de mayorías absolutas en Valencia que iba como un tiro. Costa era capaz de vivir con ello, lo había insertado en su vida como si solo fuera una manzana podrida, una sombra: ha narrado que en verano de 2007 hacía el camino de Santiago mientras le llamaban para contarle cómo iban a hacer las facturas chungas a Orange Market. El paso del dinero lo ha contado como con repelús: en la sede del PP valenciano trasvasaban los sobres de empresarios a la trama de Correa pero “contados y chequeados, no queríamos que nadie pensara que nadie de la sede se había quedado un duro”. Que no pensaran que eran unos chorizos, que quedara claro que los chorizos eran ellos. El PP de Valencia solo miraba para otro lado. También rechazó un reloj de oro Breitling que El Bigotes y Crespo le pusieron en la mesa en una comida en 2006. “Estaban sorprendidos de que en Valencia no les pedíamos nada por darles trabajo”, ha relatado. Él era un buen chico que acabó metido en algo más sucio que él, y era su propio partido. Cuando terminó es como si saliera tambaleándose, pero aliviado, de otro siniestro total, el de un partido que acababa de estrellar.
Su confesión ha durado dos horas. Al acabar ha mirado atrás, a su mujer y ha sonreído rápidamente. Había un descanso y al salir se cogieron de la mano. Cogió el móvil y se puso a mirar. Debe de ser raro confesar y ver en el móvil cómo lo están contando los medios, que todos sepan quién eras en realidad, y cómo era ese mundo tuyo del que tanto presumías.
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