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Tribuna
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Alicia en la Bélgica de las maravillas

Puigdemont ha escogido para buscar apoyo uno de los corazones, junto a Reino Unido, de la hispanofobia tradicional

Carles Puigdemont (centro) recorre el centro histórico de Brujas el 25 de noviembre.Vídeo: HORST WAGNER (EFE) / EPV

Erase una vez una española que es elegida diputada al Parlamento Europeo. Se siente bendecida y ascendida a un mundo que trae idealizado desde casa: más liberal, tolerante, educado y libre de prejuicios. Las semanas pasan y se moderan las expectativas. Pequeños detalles sorprendentes que convergen en constataciones incómodas. ¿Y si esto no fuera lo que parecía? Se manifiesta en el ambiente, como un río subterráneo que aflora, un inconsciente poblado de viejos fantasmas. Puede empezar con alguna broma sobre Tercios de Flandes. Pero hete aquí que el conflicto independentista se desata. Con él los demonios hispanos guerracivilistas. Pero también los de los viejos adversarios de los cuadros de Velázquez. Esos de la Rendición de Breda.

La olla estalla el 1 de octubre cuando las imágenes, exageradas y manipuladas hasta el abuso, de los cuerpos de seguridad españoles llegaron a la retina de todo el planeta. Que casualmente hubiera diputados del Bene­lux en posiciones de cierta autoridad creó escenas en que los viejos retratos parecían haber cobrado vida. Así asistimos al día siguiente a un rapapolvo intolerable dirigido a una borrosa entidad compuesta por el Gobierno, España en general y los diputados constitucionalistas liberales presentes. ¿Por qué tal atrevimiento? ¿Y estos humos? En el corazón de todos, y por desgracia también en el de los españoles, estaba la respuesta: lo merecemos porque no sabemos enfrentarnos a los problemas con la ecuanimidad y racionalidad de la gente del norte. Es así y lo es desde hace siglos. Llámalo leyenda negra. O actualízalo y llámale franquismo, avatar delicioso. Pero es el mismo pecado.

El desgraciado procés catalán ha sido la tormenta que ha desenterrado los cadáveres nada exquisitos de una hispanofobia demasiado buena para que vayan a dejarla pasar ahora quienes tanto provecho le sacaron históricamente. El camino había sido allanado en buena parte por unos diputados nacionalistas vascos y catalanes que habían trabajado con insistencia cultivando esta leyenda negra. Propagaron el mito de que la cultura democrática de los catalanes o de los vascos era muy superior a la española y tuvo buena acogida, una falsedad que ha sabido aprovechar los complejos generados por una leyenda negra tristemente asumida y que funciona. Pero el mito del talante democrático vasco o catalán enfrentado al supuesto caciquismo católico castellano no tiene más base que el voluntarismo de los propios nacionalistas y de quienes han decidido creerles.

ERC cuenta en su haber con dos golpes de Estado, ambos ejecutados en democracia (1934 y 2017), y ha trabajado últimamente junto con Convergencia para que su versión se conociera en las instituciones europeas. Que el independentismo catalán jugase sus cartas en Bruselas y finalizara con el inventado exilio del fugado Puigdemont es un acierto estratégico. Oficialmente insistieron en que la elección de la jurisdicción belga vino dada por su garantismo. Pero hubo sólo una estelada esos días en el Parlamento: en la bancada de la extrema derecha flamenca.

Bélgica es una democracia difícil, en la que a duras penas cohabitan en régimen de mutuo ‘apartheid’ dos comunidades que se odian

Hay dos partidos nacionalistas flamencos: N-VA y Vlaams Belaang, uno moderado y otro radical. Sólo este último expresó abiertamente su apoyo a Puigdemont, aunque dos miembros de N-VA (Francken y Jambon) manifestaron más o menos lo mismo y provocaron una crisis en el Gobierno belga. Jambon cuestionó el comportamiento del Gobierno español y dijo que España podría haber colocado las leyes nacionales por delante de la convención de los Derechos Humanos y otras leyes “que están por encima” de la española en su gestión del proceso separatista. El caso más reciente de las solicitudes de información sobre las prisiones españolas ha caído, incluso, en el esperpento.

Pero lo cierto es que no había mejor lugar para buscar apoyo que en uno de los corazones de la hispanofobia tradicional. El otro es Reino Unido, país cuya derecha más extrema también ha sido particularmente hostil durante estas semanas de campaña de desprestigio contra España. Ha sido así sin disimulo en el Parlamento, con intervenciones furibundas como la del diputado James Carver, y lo ha sido en los medios de comunicación. No es de extrañar que las alegaciones de Puigdemont fueran apoyadas con un dossier de prensa con recortes de Le Soir belga y el británico The Guardian.

La pervivencia de los estereotipos antiespañoles depende mucho más de ellos que de nosotros. Podemos haber asumido acríticamente los tópicos hispanófobos, creados en la lucha secular contra la hegemonía española, pero lo realmente determinante ahora es la enorme dependencia que algunas autoestimas europeas tienen de la denigración del demonio español, notablemente la comunidad flamenca. Alguien tendrá que decirles que muchos de los famosos Tercios de Flandes estaban formados mayormente por flamencos y que españoles había más bien pocos. Alguien debería contarles que lo que ellos estudian de forma contumaz en las escuelas como una lucha épica por la libertad contra el español, fue una guerra civil que convirtió a los perdedores en ciudadanos de segunda por siglos. Sólo tienen que mirar a su alrededor para verlos.

Bélgica es hoy una democracia difícil, en la que a duras penas cohabitan en régimen de mutuo apartheid dos comunidades que se odian entre sí. No han acertado a hacer de sus diferencias algo beneficioso. Exclusión, odio, incapacidad para relacionarse y hasta para procrear con el otro. Familias rotas. Exactamente lo mismo que ha producido el secesionismo catalán, como hizo el vasco de forma tan cruenta. La lucha contra la lengua del otro, la búsqueda consciente de su aniquilación. El rechazo a la diversidad. Es aproximadamente lo contrario de lo que España significa, siempre orgullosa de su diversidad, de sus lenguas, de sus razas, de su mestizaje. Lo que quiere significar Europa, precisamente.

Los eurodiputados nacionalistas propagaron el mito de que la cultura democrática de catalanes y vascos era ‘superior’ a la española

Esto es lo que tenemos enfrente nos guste o no. No lo hemos elegido, pero está ahí. Si permitimos que los prejuicios que existen sobre nosotros nos afecten, se debilitarán nuestras convicciones democráticas y nuestra defensa de la legalidad. Así, la caja de truenos que ha estallado en Cataluña en forma de nacionalismo excluyente se extenderá no sólo al resto de España, sino también al resto de Europa, donde en cada casa hay al menos un fantasma tribal. Lo que hay que defender aquí afecta a España y a Europa entera, a saber, que la democracia es el imperio de la ley y que la nuestra —la española y las otras— es lo suficientemente fuerte como para resistir los envites de los populismos nacionalistas. Y tenemos que hacerlo, por nosotros y por todos los europeos, tanto si nos ayudan como si no.

Hace cinco siglos España propuso a Europa el proyecto erasmista de la Universitas Christiana. Ahora, pararle los pies al nacionalismo es la mejor ofrenda que podemos hacer los españoles al proyecto europeo más importante de los últimos 100 años.

M. Teresa Giménez Barbat es eurodiputada integrada en el grupo de la Alianza de los Demócratas y Liberales por Europa y M. Elvira Roca Barea es historiadora, autora de ‘Imperiofobia’ (Siruela).

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