El daño a Cataluña
No puedo defender el principio de legalidad en Estados Unidos y no defenderlo también en España
No puedo defender el principio de legalidad en Estados Unidos —ese principio de legalidad y esa constitución por los que el presidente Trump tan a menudo ha mostrado su desprecio— y no defenderlo también en España.
Mariano Rajoy, el primer ministro conservador, ha cometido muchos errores. Ha tenido una actitud despectiva y de enfrentamiento hacia el movimiento independentista catalán, y eso ha servido para reforzarlo. Ha reducido el posible margen de negociación. La actuación de la policía el domingo pasado, un intento de impedir el referéndum, fue torpe y excesiva. Las imágenes de catalanes maltratados van a alimentar aún más las llamas del separatismo.
Sin embargo, hay un elemento fundamental en el que Rajoy tenía razón: el referéndum era ilegítimo, porque lo había suspendido el Tribunal Constitucional de España. Era anticonstitucional, en un país que ha prosperado desde que terminó la dictadura de Franco, en 1975, gracias a haber sustituido los caprichos de un caudillo por la ley y a haberse incorporado a la familia de las democracias de derecho europeas.
Además, España tiene una descentralización notable; nadie que visite Barcelona observa una ciudad insegura ni bajo la tutela sofocante de Madrid.
Carles Puigdemont, el presidente del gobierno regional autónomo de Cataluña, se empeñó en llevar a cabo la consulta a pesar de que estaba mal preparada, y no solo como un gesto de desafío al gobierno de Madrid y las decisiones judiciales, sino también en contra de la opinión de muchos catalanes —casi el 50% de la población, según las encuestas— que no son partidarios de la independencia y no querían ir a votar.
En esas circunstancias, el resultado —a nadie extrañará que el 90% de los que sí votaron lo hiciera a favor de la independencia— es irrelevante. El referéndum secesionista fue una farsa. No tuvo en cuenta a la mitad silenciosa de Cataluña. Pero eso no ha impedido que Puigdemont dé a entender que es posible una declaración de independencia (que sería la invitación a un conflicto abierto), para luego decir que no tiene prevista una escisión traumática.
Los 7,5 millones de habitantes de Cataluña tienen legítimas reivindicaciones políticas, económicas e históricas. Como era inevitable, la dura actuación policial ordenada desde Madrid ha despertado oscuros fantasmas en una Europa que ve cómo se agitan en numerosos frentes: Franco reprimió la lengua y la cultura catalanas durante todo su mandato. Pero Puigdemont es un oportunista temerario, decidido a destruir el terreno intermedio necesario para encontrar cualquier solución.
“Los que siempre hemos querido una España descentralizada, multilingüe, multicultural y diversa, nos encontramos ahora en una posición insostenible”, dice Manuel Muñiz, decano de la Escuela de Relaciones Internacionales de IE, en Madrid. “Las imágenes de violencia que vi en televisión me producen desasosiego. Pero lo que ha ocurrido en Cataluña es tan anticonstitucional y antieuropeo, una violación tan escandalosa de las leyes, que estamos viéndonos arrastrados a un enfrentamiento sin matices”.
La sacudida catalana es propia de nuestros tiempos. Tiene que ver con la autodeterminación, sin duda. Pero también con las rebeliones antisistema, contra las élites y cuyo propósito es agitar como sea, que están golpeando y debilitando el orden liberal de posguerra en Europa.
Evidentemente, es justo ese orden —encarnado en la Unión Europea y en la presencia de Estados Unidos equilibrando la balanza en Europa— el que, desde hace 40 años, ha permitido que España, y Cataluña dentro de ella, alcanzara un grado de prosperidad y estabilidad
democrática inimaginable en el momento de morir Franco. España es un ejemplo modélico de la integración europea. Cataluña, también.
Pero ahora vivimos en la era de la amnesia.
Las trompetas nacionalistas suenan con fuerza. El presidente Trump se refugia bajo la bandera de “América primero”. No le interesan en absoluto la Unión Europea ni el multilateralismo, ni tiene la mas mínima capacidad para representar a Estados Unidos en el mundo. El orden liberal, sin un rumbo claro, se desgasta. No tienen razón quienes dicen que Trump es inofensivo porque es demasiado inepto. Está haciendo daño todo el tiempo.
En su terrible discurso del mes pasado ante Naciones Unidas, Trump apenas mencionó Europa. Su política exterior no cuenta para nada. No es fácil medir con exactitud las consecuencias de que Estados Unidos esté ausente en un continente europeo acostumbrado a su presencia dominante, pero baste decir que los irresponsables lo tienen más fácil.
Está claro que en España hace falta reconstruir un margen de compromiso, que Rajoy (si sobrevive) debe abandonar su prepotencia y Puigdemont su arrogancia destructiva, y que es fundamental entablar un diálogo. Con el tiempo, sería posible imaginar una vía constructiva hacia una España federal.
Pero el mundo actual, con toda su cacofonía, no es proclive a los compromisos. Las cosas pueden acabar mal. Una declaración de independencia de Cataluña basada en este referéndum conduciría directamente a la violencia. Hay que evitarla.
Confío en que los catalanes —y todos los españoles— hayan digerido las recientes palabras de Emmanuel Macron, el presidente francés, en su motivador discurso de la semana pasada, sobre la necesidad de revitalizar la Unión Europea:
“Solo Europa puede garantizar la verdadera soberanía, es decir, nuestra capacidad de existir en el mundo actual para defender nuestros valores y nuestros intereses. Hay una soberanía europea que espera a ser construida, y es necesario que la construyamos”.
En la soberanía europea, y no en más banderas nacionales, reside el futuro esperanzador de todos los europeos de buena voluntad.
© The New York Times 2017
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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