Ese PCE que quisimos tanto... y votamos tan poco
El partido, legalizado hace 40 años, fue temido primero, querido después y escasamente votado casi siempre
“Nosotros también somos muy de izquierdas, pero todavía no”. La memorable viñeta de Gila retrata la sinceridad de un matrimonio en presencia de un entusiasta militante. Y define la ambigua simpatía de la sociedad española hacia el Partido Comunista de España (PCE), cuya legalización dejó sin resuello al periodista Alejo García en el trance de anunciarla en Radio Nacional el 9 de abril de 1977, hace ahora 40 años. García necesitó serenarse, templarse, antes de que el comunicado resultara inteligible.
Fue una noticia conmovedora. “Se reconocía al partido de la resistencia y de los fusilados”, evoca Raúl del Pozo. Pero también se exploraba la incredulidad de los militares. Y las dudas que opusieron los socialistas. “El PSOE era un partido débil entonces”, recuerda la periodista Pilar Cernuda. “Le convenía que el PCE siguiera ilegalizado, para asegurarse de esa manera la hegemonía de la izquierda”. “Suárez, en cambio, tuvo claro que el proceso de democratización exigía la inclusión de los comunistas desde las primeras elecciones”, añade.
Debió impresionar y sugestionar al jefe del Gobierno la manifestación de 100.000 personas que sucedió en Madrid a la matanza de Atocha (24 de enero de 1977). Los terroristas de ultraderecha mataron a cinco personas e hirieron a cuatro, pero también precipitaron el escenario contrario al que pretendían: la legalización del PCE.
Simpatía sin adhesión
Hasta entonces, la sociedad recelaba del Partido Comunista. Y lo hacía, recuerda el periodista Antonio Casado, porque “el PCE, Santiago Carrillo, Pasionaria y la ideología comunista habían sido expuestos a una tremenda campaña de propaganda negativa durante el franquismo como elementos subversivos, peligrosos. Había pavor en muchos ámbitos de la opinión pública, mucho ‘que vienen los rojos’, pero luego se fue produciendo un proceso de simpatía, de asimilación. Y no necesariamente de adhesión”.
La normalización, la simpatía, se explican en las concesiones inmediatas que hizo Santiago Carrillo cuando pudo despojarse de su peluca. Asumiendo la bandera, el himno y la monarquía. Y sumándose a la firma de la Constitución.
“Los comunistas éramos demócratas”, puntualiza Raúl del Pozo. O Raúl Júcar, un seudónimo del que se valió en la publicación Mundo Obrero para compaginar su oficio reconocido y reconocible en el diario Pueblo. “Y no queríamos la revancha. Tenía el PCE un aura romántica. Suscitaba entre los jóvenes un entusiasmo político, un sentido militante. No era un partido soviético, sino el partido de las libertades. Y se produjo una paradoja: el gran fervor de las plazas contrastaba con la escena de las urnas vacías”.
Vacías quiere decir que el PCE no sobrepasó el umbral del 10% en los comicios de 1977. Y que no logró rentabilizar en las primeras elecciones los revulsivos que comportaron el regreso de Pasionaria, el final del exilio de Rafael Alberti y la reputación del Partido Comunista entre intelectuales, artistas y figuras de la protomovida, entre ellos Ana Belén, Víctor Manuel, Concha Velasco, Juan Diego, Juan Antonio Bardem o Antonio Gala. Aparecen sus nombres en una crónica publicada en EL PAÍS el 14 de junio de 1977. Ya se había legalizado el PCE. Y se había organizado la primera “fiesta” multitudinaria, hasta el extremo de concitarse unas 300.000 personas en Torrelodones.
Santiago Carrillo aterrizó en un helicóptero redundando en su carisma y en su providencialismo. Y adquiriendo un papel icónico en la Transición del que forma parte la decisión, el descaro, de mantenerse impávido cuando prorrumpió Tejero en el hemiciclo del Congreso.
¿Por qué entonces no despegó el PCE? Una de las explicaciones apunta a las precauciones hacia el comunismo mismo, especialmente en un país que había estado expuesto a un régimen totalitario cuatro décadas, pero el gran límite del PCE fue la irrupción de Felipe González. El PSOE representaba una izquierda más moderada. Se adhería al patriarcado de Willy Brandt. “Y había encontrado en González un líder carismático, de enorme personalidad, que supo atraer y seducir al proletariado. Que no daba miedo a nadie”, concluye Pilar Cernuda.
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