La guerra perdida de ETA
Tras 20 años de condena, los presos de la banda vuelven a una Euskadi cambiada, plural y ajena
Junto a una bandera deshilachada que pide el acercamiento a Euskadi de los presos de ETA, tres portales consecutivos explican en Tolosa la nueva realidad vasca. En el primero conviven el centro cultural extremeño La Jara y la mezquita de la asociación islámica Litaarafu, en el siguiente se aloja el centro evangélico Casa de Dios —gestionado por un joven pastor con aires de rapero— y, a continuación, permanece abierto todo el día el bazar chino Haozailai. Solo al final de la calle se puede encontrar una peluquería auténticamente vasca y una frutería donde se exhiben alubias de Tolosa junto a fresones de Palos.
ETA anunció el viernes su desarme para el 8 de abril, poniendo fecha para su penúltimo capítulo. Muchos de sus presos, que ahora están recobrando la libertad después de haber cumplido una media de 20 años de prisión por delitos de sangre —hace seis años había unos 600 etarras en las cárceles españolas y ahora no llegan a los 280— no solo se topan con una sociedad vestida de uniforme —muebles de Ikea, ropa de Zara— sino también muy alejada de sus viejas reivindicaciones. Algunos de ellos, como Fernando Etxegarai, Josu Amantes y Oihana Garmendia, no se sienten “ni derrotados ni frustrados”, pero otros —según explica Maritxu Jiménez, una psicóloga que atiende a expresos de ETA desde hace 17 años— tienen la sensación “de haber perdido la guerra y lo viven con mucho peso”. Regresan a un mundo para el que, de repente, ya no significan nada.
En 2003, sentado en el frontón de Zubieta, una pequeña localidad a las afueras de San Sebastián, Arnaldo Otegi, por entonces líder de Batasuna, declaraba para el documental La pelota vasca: “Tengo un amigo cubano que siempre dice que nosotros somos los últimos indígenas de Europa. El día que en Lekeitio o en Zubieta se coma en hamburgueserías, se escuche música rock americana, todo el mundo vista ropa americana, deje de hablar su lengua para hablar inglés, y en vez de estar contemplando los montes, todo el mundo esté funcionando por Internet; pues para nosotros ese será un mundo tan aburrido tan aburrido que no merecerá la pena vivir”.
Solo 14 años después, basta salir del frontón de Zubieta —ahora rodeado por adosados de nueva construcción—, seguir la N-I durante 20 kilómetros y entrar en Tolosa para descubrir que, en el primer edificio después de la gasolinera, habita ese mundo “tan aburrido tan aburrido” que temía Otegi. El fin del terrorismo de ETA ha favorecido la convivencia hasta construir una postal de tolerancia —una mezquita junto a una tienda china y un lugar de culto evangélico— imposible en el paisaje ultranacionalista que las armas pretendían imponer. En 1995, el 45,3% de los vascos citaba “el terrorismo y la violencia” como uno de los principales problemas de Euskadi, mientras que en 2016, el porcentaje había bajado hasta el 0,7%. Después de anunciar que a principios de abril entregará las armas, ¿cuántos vascos se acordarán del terrorismo en el próximo estudio del CIS?
“Cuando se acaba un conflicto civil muy fuerte”, explica Imanol Zubero, profesor de Sociología en la Universidad del País Vasco (UPV), “hay dos colectivos que sufren de manera muy especial el olvido, la velocidad pasmosa con que la sociedad es capaz de amortizar el pasado. Uno es el de las víctimas, que se preguntan cómo pueden caer en el vacío tantos años de sufrimiento, y otro es el de los que se han considerado a sí mismos héroes porque han llegado a matar y a estar muchos años en la cárcel por su sueño de Euskal Herria. Unos y otros se dan cuenta de que la sociedad ya los ha olvidado”. Zubero, que durante años tuvo que vivir con escolta y aun así acudía a las cárceles a examinar a los presos etarras matriculados en la UPV, ha observado cómo en los últimos tiempos, y de manera muy acelerada, se ha ido rompiendo aquella “comunidad de sufrimiento que existía en la izquierda abertzale alrededor de los presos y que era muy sólida”.
Punto de mira
Históricamente, ETA cuidaba a los militantes que se mantenían bajo su disciplina y ponía en el punto de mira —incluso matándolos, como en el caso de Yoyes— a los que decidían emprender por su cuenta el camino de regreso. “Esa homogeneidad”, explica Imanol Zubero, “se ha ido rompiendo. Ha habido presos y presas que están optando, con el apoyo explícito de Bildu, por vías individuales para aprovechar las oportunidades de la legislación y salir cuanto antes de la cárcel. Y, también desde fuera, los familiares de quienes se han ido acogiendo a vías individuales se han separado del colectivo de presos. Se ha producido una ruptura muy clara, que se ve en las concentraciones de apoyo a los presos. Ves que de pronto falta una persona que solía ir y enseguida te enteras de que al hijo o a la hija de esa persona la han acercado a una cárcel de Euskadi o ha sido puesta en libertad. Es una cosa que antes se hacía por la puerta de atrás, pero ahora se está haciendo con el apoyo de Bildu y eso está generando mucho conflicto entre la izquierda abertzale”. De ahí ha surgido ATA, un grupo por ahora minoritario que acusa a los actuales dirigentes políticos —incluido Otegi— de traidores por haber abandonado a los presos y la lucha armada.
La sensación de final de época, de sálvese quien pueda, se observa también en el interior de las prisiones. Así lo han constatado tanto un experto en la lucha antiterrorista —que pide el anonimato— como José Luis de Castro, el juez de Vigilancia Penitenciaria de la Audiencia Nacional. “Ya hace tiempo”, advierte el experto, “que entre ellos existe la idea de que todo se ha acabado. Desde hace dos años se han quedado huérfanos de dirección. A diferencia de toda la época anterior en que recibían en secreto instrucciones muy precisas de los abogados de la banda —cuándo hacer huelga de hambre, cuándo protestar sin salir de las celdas—, ahora el debate es abierto. Lo publicó incluso el diario Gara el pasado diciembre. Y lo que subyace en ese debate, que ideó el abogado Iñigo Iruin, es el de vincular el colectivo a Sortu en vez de, como hasta ahora, a ETA. Así pasarían a ser presos independentistas en vez de presos etarras”.
El cambio de apellido podría facilitarles beneficios penitenciarios e incluso el acercamiento a cárceles vascas. El juez de Vigilancia Penitenciaria ha observado desde hace año y medio “un aumento del número de presos de ETA preocupados por poner al día su expediente, de tenerlo listo para los próximos pasos que puedan darse”.
El experto en la lucha antiterrorista que pide el anonimato añade que, en cualquier caso, no es previsible que los presos que están a punto de cumplir su condena opten por una vía moderada: “Al que le quedan unos meses por salir no se va a arrepentir de nada porque su planteamiento es: ‘Yo he aguantado aquí 20 años, la mayoría en primer grado [régimen de aislamiento], y salgo con la cabeza alta’, porque para ellos es muy importante la, digámoslo entre comillas, “dignidad terrorista”, el que todo el mundo sepa que 20 años de cárcel no consiguieron doblegarlo”.
Una sociedad muy cambiada
Es una actitud que se percibe en los tres expresos de ETA que han accedido a contar su situación tras pasar media vida en la cárcel. Josu Amantes fue detenido en Bretaña en 1992 y ha pasado 22 años en prisiones de Francia y España tras ser condenado por un atentado con explosivos cometido en 1983 contra la sede del Banco de Vizcaya en el que murieron tres personas. Amantes fue herido de gravedad durante un atentado de los GAL en un bar de Bayona. Al igual que Fernando Etxegarai, que estuvo en prisión 21 años —de 1987 a 2008 por perpetrar nueve atentados sin víctimas mortales—, y que Ohiana Garmendia —del 2009 al 2015 en cárceles francesas por su pertenencia al aparato de captación de ETA— ni se considera derrotado ni cree que el objetivo último —“un País Vasco socialista e independiente”— sea inalcanzable. “Sí es verdad”, admite Amantes, “que cuando salí me encontré una sociedad muy cambiada. Te encuentras una juventud que está un poco desmovilizada, pero claro, eso también hay que contextualizarlo. Nuestra época era de ebullición, eran los tiempos de acción, reacción, acción; estaba todo en pleno auge. Pero al salir me he encontrado con un debate muy vivo y con unos objetivos que siguen siendo los mismos que cuando yo me marché, aunque perseguidos con otras herramientas”.
Aunque en la misma línea, Etxegarai admite: “Tal como está la situación política, la gente no votaría por la independencia en un hipotético referéndum, pero lo importante es dar la oportunidad a la población se gane o se pierda”. Sobre si ha valido la pena tanta muerte y tanta cárcel, ninguno da un paso atrás, si bien se cuidan expresamente de que sus palabras puedan ser utilizadas para incriminarles. Dice Fernando Etxegarai: “Los métodos fueron los que fueron, pero al menos yo lo intenté. Creía y creo en unos objetivos, y a pesar de que para mí fue tremendo tomar la decisión, al menos tengo la tranquilidad de decir que lo intenté”. Oihana Garmendia apostilla: “Ese tipo de preguntas nos las hacemos durante toda la vida. Pero cuando tomas una decisión lo haces con plena conciencia, a pesar de que el abanico es bastante gris: la cárcel, la muerte o la desaparición”. Maritxu Jiménez, la psicóloga, tercia para advertir: “No recuerdo a nadie que se haya hecho la pregunta de si ha merecido la pena. Si en un momento se rompen, no es por ahí. Se rompen por expectativas ocultas. Piensan que una vez que salgan ya se ha acabado lo peor y no cuentan con la dificultad de la adaptación”.
Fernando Etxegarai, que forma parte de la dirección de Harrera (recibimiento en euskera), una asociación que ayuda a los presos a dar sus primeros pasos fuera de prisión —desde el carnet de identidad a la atención médica—, explica que, después tantos años en prisión, hay presos que están abocados a la indigencia: “Ha habido casos de otros procesos en los que se puede provocar una delincuencia precisamente por la marginalidad en que quedan esas personas”.
Maritxu Jiménez dice que algunos de los presos de ETA, cuando salen a la calle, “no consiguen ni siquiera sentir, no identifican las emociones porque las tienen guardadas para que no les haga daño; muchos tienen una deuda con las personas queridas y de repente no sienten nada hacia esas personas”. Después de una vida huyendo, cometiendo atentados o en la cárcel, la soledad se convierte en su mejor compañera. Dice Josu Amantes: “Cuando salí a la calle, como no tenía muros que me lo impidiesen, me ponía a andar y andar, kilómetros a paso ligero, como un loco. Necesitaba soltar el veneno que llevaba dentro”.
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