El otro pistolero fascista impune del 77
El acusado del asesinato del estudiante Arturo Ruiz, la víspera de la matanza de Atocha, huyó al extranjero y nadie lo ha buscado en 40 años
La matanza del despacho de abogados de Atocha, hace ahora 40 años, ha eclipsado en la memoria el primer crimen que abrió aquella semana trágica: justo el día antes, el 23 de enero de 1977, moría asesinado en el centro de Madrid, con dos tiros por la espalda, Arturo Ruiz García, un estudiante granadino de 19 años que se manifestaba por la amnistía de los presos políticos. La investigación, con una docena de testigos, identificó como autor del crimen a José Ignacio Fernández Guaza, un matón de la ultraderecha de 29 años con vínculos con las fuerzas de seguridad, que al día siguiente huyó al País Vasco y poco después ya estaba en Francia. Algunos medios lo situaron en Argentina, luego se le perdió la pista y hasta hoy. Sigue libre, si es que está vivo. Tendría 69 años.
Al igual que Fernando Lerdo de Tejada, uno de los asesinos de Atocha, se desconoce su paradero y también su delito ha prescrito, según decretó la Audiencia Nacional en 2000. En 1977 solo fue juzgado como cómplice, por pasarle el arma, el argentino Jorge Cesarsky, a veces escrito Cesarski, vinculado al siniestro grupo paramilitar de extrema derecha de su país Triple A, Alianza Anticomunista Argentina. Llegó a España en 1965 y estaba bien introducido en los círculos franquistas. Fue condenado a seis años de cárcel, por delitos de terrorismo y tenencia ilícita de armas, pero solo cumplió uno. Se habría beneficiado de la ley de amnistía que Arturo Ruiz estaba reclamando cuando le mataron.
Las esperanzas de una generación se pueden intuir en lo que llevaba este chico en el bolsillo el día de su muerte, según figura en el sumario: 75 pesetas, una foto de carné de una chica y un llavero con los retratos de los hermanos Kennedy, asesinados los dos. Era albañil y estudiaba para acabar el bachillerato. En la calle Estrella, detrás de la Gran Vía, le salió al paso un grupo de Guerrilleros de Cristo Rey. En medio de increpaciones e insultos uno de ellos disparó, a mediodía, a la vista de numerosos testigos y al grito de “Viva Cristo Rey”. Son escenas que refleja, con la inserción de impactantes imágenes reales, la película Siete días de enero, de Juan Antonio Bardem, escrita con Gregorio Morán.
"Realizaba funciones que la policía no podía hacer"
La pareja del fugitivo José Ignacio Fernández Guaza (en la imagen), su hermana y otros conocidos suyos que prestaron declaración ante el juez en 1977 afirmaron que trabajaba para la Guardia Civil o la Policía. “Realizaba funciones que la policía no podía hacer”, dijo su hermana, que añadió que iba con frecuencia al País Vasco " a ayudar a la Guardia Civil con los jaleos de ETA". Un amigo fascista de correrías explicó que alguna vez coincidieron cuando él iba a “operaciones Anti-ETA” y “a neutralizar las acciones que allí realizaba ETA”. Fernández Guaza tenía algunos alias, como El Frutero o El Posturas, fama de chulo, frecuentaba clubes nocturnos y vivía de explotación de la prostitución, según los informes policiales de la época.
En cuanto a Jorge Cesarsky, gozaba de muchas amistades en la Policía, porque conocía a un buen número de agentes de venderles pólizas de seguros de Sanitas, la empresa en la que trabajaba. Tras su condena a seis años, y mientras se resolvía su recurso ante el Tribunal Supremo, quedó en libertad provisional en febrero de 1979. En los meses siguientes fue localizado en Gran Canaria, frecuentando restaurantes de lujo y el casino del hotel Tamarindo. Una vez libre desapareció aunque, dado su carácter extrovertido y su afán de notoriedad, protagonizó incidentes públicos. En 1983, por ejemplo, intentó secuestrar al periodista José Oneto, entonces director de Cambio 16, cuando daba una conferencia sobre la Transición en Buenos Aires. Se presentó en la sala con unos policías amigos suyos y luego fue a buscarle al hotel. Oneto acabó durmiendo en la embajada, donde se refugió. "Me acuerdo muy bien de Cesarsky. Era un colaborador del servicio de Carrero Blanco, con muchas conexiones en el espionaje, que vivía muy bien, con nivel de vida, muy protegido", ha recordado esta semana. Cambio 16 acababa de publicar que el argentino Rodolfo Almirón, entonces jefe de seguridad de Manuel Fraga, había sido en su país uno de los jefes terroristas de la Triple A. A final de ese año, 1983, la Policía le impidió entrar en España por el aeropuerto de Barajas porque el Gobierno español le había declarado persona non grata. Según refieren algunas webs de movimientos de ultraderecha, Cesarsky habría fallecido en 2011.
Los hermanos de Arturo Ruiz, el menor de ocho, denuncian con amargura que nadie ha buscado nunca al principal acusado y siempre se han sentido solos, abandonados por las instituciones. “Nunca nadie jamás hizo nada ni se ha dirigido a nosotros”, lamenta Manuel Ruiz. Solo lograron que su hermano fuera considerado víctima del terrorismo, y una indemnización, en 2000. “Qué duda cabe de que Fernández Guaza contó con la connivencia de círculos de poder, que lo ayudaron y protegieron en su huida”, apunta Miguel Ángel Ruiz. Es fácil pensarlo cuando se sabe lo que hicieron los dos acusados después del crimen. Fernández Guaza, sin oficio conocido pero que tenía en casa un maletín con 400 cartuchos de nueve milímetros, llamó a su pareja desde el País Vasco y le pidió que le mandara dinero a un amigo, que resultó ser un guardia civil de Gernika. Se habían conocido en un mitin de Fuerza Nueva, el partido de extrema derecha de Blas Piñar. Cesarsky, que fue arrestado a los dos días, cogió un taxi y fue a una comisaría, la Dirección General de Seguridad.
Nunca hubo noticias de Fernández Guaza desde su huida. El Ministerio de Justicia confirma que en los archivos no consta ninguna petición de extradición o de comisiones rogatorias a otro país. Para la unidad de Fugitivos de la Dirección General de la Policía es un caso desconocido, olvidado hace años. La Audiencia Nacional corrobora que ya no hay ninguna causa abierta. “Ningún Gobierno, de ningún partido, se ha interesado por este asunto”, acusa Miguel Ángel Ruiz. ¿Cómo es posible? El teniente general Andrés Cassinello, de 90 años, que dirigía los servicios secretos durante la Transición responde con pocas palabras: “De esto no sé nada, excepto que esos casos los vivíamos como derrotas propias, porque deseábamos una transición en paz. De la investigación de los asesinatos se encargaba la policía y los jueces. Tampoco Francia colaboraba en estos temas. Desde luego los asesinatos de Atocha debieron cubrir toda la atención del momento”.
Los hermanos Ruiz han vivido, a escala íntima, lo que ha pasado en todo un país: prefirieron no remover un pasado muy doloroso. Influyó también el miedo: al día siguiente murió una joven, María Luz Nájera, por el impacto de un bote de humo antidisturbios en la manifestación de protesta por el asesinato. La familia Ruiz, rota por la tragedia, delegó en el abogado Juan Ignacio Ortiz de Urbina, que se volcó en el caso. “Aquel caso le marcó y yo, que era un niño, recuerdo lo que significó en casa. Mi padre pidió la licencia de armas y llevaba pistola. Recibimos amenazas telefónicas de madrugada”, rememora su hijo Juan Ignacio, también letrado. Las amenazas constan en el sumario: “No sigas investigando. Acabarás como los de Atocha”. Todo el expediente fue robado de su despacho.
Leer los casi 800 folios del sumario, una eficaz instrucción del juez Rafael Estévez, es asomarse a unos tiempos tétricos. Entre los sospechosos que pasan por comisaría, o son buscados sin éxito, hay militares cubanos anticastristas exiliados en Estados Unidos que recalan en España o neofascistas italianos como Stefano Delle Chiaie, reclamados en su país y que se habían refugiado en el régimen franquista. Algunos testigos reconocieron en el lugar del crimen a Ángel Sierra, otro siniestro personaje de los Guerrilleros de Cristo Rey y amigo de Fernández Guaza. Durante la agonía de Franco estaba sentado en la sala de espera del hospital, como testificó ante el juez un periodista de EL PAÍS, que pudo aportar una foto que le hicieron a escondidas. Sierra fue detenido y puesto en libertad al cabo de una semana. Luego desapareció, aunque volvió a ser localizado un año después y testificó en el juicio por el atentado de Atocha.
El asesinato de Ruiz se mezcla en varios puntos con el crimen del depacho de abogados. Los protagonistas son del mismo mundillo, se conocen y se tratan. “Formaban parte todos de la misma trama”, apunta Manuel Ruiz. Uno de los condenados por la matanza del despacho laboralista, José Fernández Cerra, fue visto por testigos en las inmediaciones del lugar donde murió Ruiz y también fue interrogado. El juez de la Audiencia Nacional que al final asumió el caso fue el mismo del crimen de Atocha, el del juzgado de instrucción número uno, el controvertido Rafael Gómez-Chaparro.
En casa de los Ruiz nunca se volvió a hablar del tema y no tomaron ninguna iniciativa judicial, sobre todo para no hacer sufrir más a sus padres, que nunca lo superaron. Una vez fallecidos, en 1997, y ante el temor de la prescripción del delito, los hermanos comenzaron a moverse. Pidieron la reapertura del caso, con la petición de diligencias para localizar a Fernández Guaza. La Policía fue a su último domicilio conocido en Madrid, hablaron con el portero y los vecinos, pero nadie sabía nada. No hicieron mucho más. Los Ruiz solicitaron intervenir el teléfono de los parientes del fugitivo, para averiguar si se ponía en contacto con ellos, pero su petición no fue atendida. El juez, Javier Gómez de Liaño, volvió a archivar el caso. En 2000 la Audiencia Nacional certificó la prescripción. La familia volvió a intentar reabrirlo en 2013, sin éxito, y hace un año se sumó a una querella colectiva presentada ante la Justicia argentina por crímenes impunes durante el franquismo y hasta las primeras elecciones democráticas celebradas en junio de 1977. Consideran que el asesinato de su hermano es un delito de lesa humanidad y no prescribe nunca. A la familia Ruiz no les extrañaría que Fernández Guaza llevara años viviendo tranquilamente en Madrid.
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