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Crónica
Texto informativo con interpretación

La Generalitat pugna por un espacio de negociación

El Ejecutivo independentista catalán trata de ampliar su base social tras la decepción por el “continuismo” del nuevo Gobierno de Rajoy

Xavier Vidal-Folch
Carles Puigdemont, durante una reunión.
Carles Puigdemont, durante una reunión.QUIQUE GARCÍA (EFE)
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Ante el nuevo Gobierno de Mariano Rajoy, la estrategia independentista del Ejecutivo del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, se basará en evitar los encontronazos gratuitos, las “provocaciones”. Y en contrarrestar “cualquier agresión” a su “dignidad”, según un discurso compartido por su cúpula.

La coalición nacionalista/republicana pretende ante todo ampliar su base social al ámbito de la izquierda radical de los comunes, la amalgama que forman Ada Colau, Iniciativa per Catalunya-Verds y el podemismo. ¿Cómo? Con el gancho del referéndum y el derecho a decidir, una seducción iniciada hace meses. Para ello tratará de desplegar una mezcla de firmeza y cintura. De forma que el previsible aumento de la tensión a medida que se acerque el otoño decisivo —el de 2017— no le impida ampliar el perímetro de sus partidarios, que considera sólido —“de piedra picada”, según la expresión catalana— pero insuficiente.

La composición del Gobierno Rajoy II ha sido recibida por el Ejecutivo independentista de la Generalitat con una mezcla de actitudes contradictorias: entre la ratificación del escepticismo pesimista y el desánimo o la frustración por una nueva ocasión perdida.

Para unos y otros, sin embargo, la designación de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría como encargada de lidiar con el reto catalán sería igualmente nociva. A Soraya le atribuyen, si no el carácter de filósofa de la política conservadora, centralista, sobre Cataluña, sí al menos el de su arquitecta administrativa, o su contramaestre jurídica. “Cosa distinta habría sido el perfil de gente incluso próxima a ella, como Rafael Catalá”, sostienen fuentes de la Generalitat. Consideran que él parecía tener otros pálpitos, “aunque ningún poder político para desarrollarlos”. Prefieren no contemplar que a veces quienes balizan acuerdos son los que aparecen como menos pactistas.

Oficialmente y hacia afuera, el Ejecutivo de la Generalitat considera que el continuismo desactiva todo resquicio de flexibilidad gubernamental sobre la cuestión catalana. Lo que validaría su propio enfoque frentista y confrontador. La expresión automática de ese augurio corrió a cargo del vicepresidente, el republicano Oriol Junqueras, inmediatamente después de conocerse el cartapacio del nuevo Gobierno, el pasado jueves.

Sin embargo, hacia adentro, y sobre todo entre los dirigentes de la antigua Convergència, cunde una inquietud resignada. La propia de quien ve evaporarse, más que una expectativa de pacto, un implícito sueño de desbloquear el litigio. El pulso es ya añejo. Su fase más aguda se prolonga desde hace cuatro años largos, desde la primera Diada de movilización masiva. Pero los afectos a esta sensibilidad prefieren esperar a los primeros pasos efectivos del Rajoy II antes de dar por definitivamente arruinada toda esperanza, por trémula que fuese.

Era trémula, pero era, incluso la semana pasada. Consejeros cercanos a Puigdemont —e incluso el propio president, afirman estos— soñaban todavía con abrir “una nueva etapa” en la que el nuevo Gobierno conservador se abriese al reconocimiento de Cataluña como “una nación”: no en el sentido cultural-histórico del proemio del Estatut de 2006, sino en el directamente político, “incluyendo el derecho a la autodeterminación”.

Es decir, a celebrar un referéndum para la secesión, aunque con la contrapartida de una promesa, indudablemente ingenua, de modular su práctica y “no ejercerlo durante un largo tiempo, incluso años”. En esa hipótesis, el reconocimiento del derecho a la secesión futura constituiría un premio de lotería tal que bastaría para inhibir la separación presente.

El emblema del “reconocimiento”, ya a la nación catalana, ya a la legitimidad del secesionismo, elevado a deseo un punto agónico, se convertiría así en bálsamo. Un bálsamo suficiente para suturar “las heridas” que los dirigentes del procés consideran, con algunas razones, que el centralismo rampante ha infligido a muchos catalanes, especialmente desde la sentencia del Tribunal Constitucional recortando el Estatut (2010).

Ese escenario “óptimo” se consideraba ya “extraordinariamente improbable”. Pero, como no hay uno sin dos, en la regleta del equipo de Puigdemont aún cabía, y quizá quepa todavía, un second best: simultanear la confrontación de proyectos con el inicio de un diálogo profundo “con el Estado” en el que pueda abordarse absolutamente todo.

“Todo” significa poder discutir también sobre un eventual horizonte de independencia y sobre los posibles requisitos negociables para un hipotético referéndum de secesión. “Porque votar, es evidente que acabaremos votando”, afirman los dirigentes consultados. No se trata de que el diálogo fuese de entrada sobre esos propósitos (o ensoñaciones, o pesadillas, a gusto del lector) sino de que no quedaran excluidos de la agenda.

Comisión parlamentaria

Ese segundo escenario sería más confuso que el primero, incluiría zigzags, pero también pistas de encauzamiento. Por ejemplo, a través de la creación de una comisión o subcomisión parlamentaria en el Congreso de los Diputados sobre la cuestión de Cataluña. Es la propuesta que lanzaron los exconvergentes en su último programa electoral, aunque no entusiasme a los republicanos. Ante un horizonte de ese tipo, los dirigentes del procés más pactistas —que no equivale a más moderados— se dicen dispuestos —“sin renunciar a nuestros planteamientos, que son claros y rotundos”, subrayan— a dejarse llevar “por la dinámica del diálogo”.

Dejarse llevar ¿hacia dónde? No se sabe muy bien. Ni siquiera lo saben, probablemente, sus propios protagonistas. En todo caso, lo que aquí se espera —o al menos se insiste en que se espera— es una oferta política del Gobierno central. Algo que “no sea puramente el vacío”. Y más de uno en el Gobierno de la Generalitat se daría “con un canto en los dientes” si el PP hiciera suya la veterana propuesta de Miguel Herrero de Miñón, padre de la Constitución y antiguo dirigente de ese partido, de una disposición adicional a la Constitución (a la vasca) que blindase competencias y desplegase reconocimiento.

Algunos mandatarios, soñadores pragmáticos, recuerdan a Unamuno. Reconocen al respecto que a los catalanes les “pierde la estética” y el nominalismo. Pero preferirían “la sustancia de las atribuciones de una nación, aunque fuese bajo el actual apelativo sucedáneo de nacionalidad”, antes que obtener un título de nación que encubriese la levedad de prerrogativas solo regionales.

Aunque casi todos, sobre todo los de órbita exconvergente, serían más que sensibles a un esquema Herrero aplicado a un blindaje del sistema educativo de la inmersión; una ambiciosa exportación/internacionalización del idioma catalán a las más altas instituciones españolas (Rey, tribunales Supremo y Constitucional) y europeas; y una plena competencia en la recaudación impositiva. “Ya no es nuestro modelo, pero reconocemos que sería susceptible de agrupar una amplísima mayoría”, sostiene un alto cargo.

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