Gracias por la mano, dadme el brazo
Rajoy pide que le dejen gobernar tranquilo a cambio de no convocar elecciones
Estaba Antonio Hernando de espaldas, de cháchara en los pupitres, cuando Pedro Sánchez empezó a subir las escaleras del hemiciclo con el prestigio de los muertos. El exlíder socialista se puso a saludar a todo el mundo: extendió la mano, buscó miradas y se permitió golpear suavemente a colegas que en ese momento no estaban atendiendo. Casi al llegar a la altura de su nuevo escaño se cruzó con una espalda familiar, la de Tu Quoque Hernando. Su antiguo número dos, el hombre que en julio, bronceado, gastó la voz en decir que “no es no” hasta que fue perdiendo el color y se presentó en otoño, blanco como una sábana, para advertir de que no se le ocurra a nadie votar no. Hernando se dio la vuelta y se topó con la mano de Sánchez en el aire; se la apretaron con la mirada extraviada y Sánchez la retiró blanda en vertical, subiéndola como si la hubiese metido en un caldero.
Son tiempos de política pura y dura. No caben confianzas ni lealtades; se pigmentan antes las ideas que la piel. Entre los invitados se pudo divisar a un superviviente intratable, Arsenio Fernández de Mesa; alto, fuerte y engominado como en sus mejores tiempos, cuando alcanzó la fama con el Prestige. En Galicia se le tiene en estima porque ocho años después de decir que había “una cifra clara de vertido, y es que no se sabe” fue nombrado director general de la Guardia Civil. A las puertas del Congreso se paró Pablo Iglesias para insistir en el nuevo prêt-à-porter del otoño/invierno institucional: pegará con fuerza Triple Alianza. Al “sí se puede” de los grandes actos se le sumará una tendencia de inspiración chilena: “Luchar, crear, poder popular”. En la calle se llevará, con más fuerza que nunca, el pararse a saludar.
En éstas estábamos cuando apareció Mariano Rajoy. Traje oscuro con raya diplomática, para evidenciar que venía con ganas de consenso, y corbata que, al no ser lisa, en él puro punk. Entró en el Congreso como entra el padre de la novia, con ganas de apagarse un puro en la pierna. Pero luego se fue apagando deliberadamente: todo este miércoles en Rajoy era contención. Faltan tres días para el sábado y sobre todo tres noches de almohada para la reserva socialista, que no quiere excesos. El rostro de Rajoy por momentos era grave, el clásico rostro de Estado. María Dolores de Cospedal, al verlo, se levantó de su escaño a pasarle la mano por la cintura y dar el saludo televisivo. Después de unos breves segundos cospedalianos, la secretaria general subió la mano por la espalda y le acarició un omóplato. A Rajoy, animal prehistórico, se le acarician los huesos.
Su discurso consistió en un sutilísimo incumplimiento tras otro, algo que tiene mérito porque no prometió nada. Lo hiló con fórmulas muy semejantes a éstas: “no quiero decir…”, “no voy a ser yo quien recuerde…”, “no voy a repetir aquello de…”, “lo último que haría ahora mismo…”. Se hizo tan previsible que un equipo de emergencias se apostó discretamente en una de las puertas del hemiciclo por si se le ocurría decir: “Prefiero la muerte antes que contaros que…”. Recordó sus grandes obviedades, que siempre funcionan en situaciones así, un poco en homenaje a su carrera y a lo que le trajo a la cumbre. Dijo, por ejemplo, que España necesitaba un Gobierno, aunque luego matizó que se refería a él, Mariano Gobierno. Y dejó caer, con la misma suavidad con que dejó caer la mano Hernando al observar a Sánchez subirla, que si no tenía un Gobierno tranquilo convocaría elecciones. Nada más perjudicial para España, nada más beneficioso para su partido; el único problema sería distinguirlos.
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