Gajes de un país exagerado
La autoestima nacional sufre bruscos altibajos en un país que pasa de la autocomplacencia al derrotismo
La crisis económica que irrumpió en 2007 barrió un estado de euforia general atolondrada para dejar paso a una depresión colectiva. Ha sido como volver a desempolvar los estereotipos ibéricos del pesimismo, el tremendismo y el derrotismo nacional, y más ahora con el bloqueo político, que obliga a rescatar también ideas como el sectarismo y el cainismo. Para evitar caer en esa inercia negativa, conviene preguntar a quien nos observa a diario con otros ojos, los corresponsales extranjeros que viven en España. Y a quien tiene otra perspectiva más amplia, sociólogos e historiadores.
“No es que haya un pesimismo permanente, sino una exageración de cada momento: en la época buena había un triunfalismo desbordante, fuera de la realidad, y con el bajón, una autocrítica brutal, que los españoles todo lo hacen mal, y no es verdad. Es como ser bipolar, un péndulo de la euforia a la depresión, y ni una ni otra son buenas”, comenta Giles Tremlett, del diario británico The Guardian. Lleva 24 años en España. La impresión de Hans-Günter Kellner, de la radio pública alemana Deutschlandfunk, es similar: “En el boom económico hubo una ceguera colectiva. Había un gran abandono escolar, los chavales de la construcción se reían de mí porque cobraban más que yo. Todo era mejor que en cualquier parte, tenían arrogancia con los extranjeros. Ahora es al revés, es como si el país no tuviera salvación”.
Un sentimiento trágico desde el siglo XVII
"El pesimismo español no es una idea, es algo que se puede demostrar con una cierta objetividad y tiene profundas causas históricas", opina Rafael Núñez Florencio, historiador y filósofo que ha dedicado justo a eso un exhaustivo libro, El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto. El origen estaría, apunta, en un estreno fulgurante de España como Estado, tras su nacimiento, que le convirtió rápidamente en un gran imperio en el siglo XVII. Después, el resto de su historia ha sido decadencia. "Toda la literatura del siglo de oro es regodeo en esa tendencia declinante del poder político, territorial y militar", explica. Esa ha sido la interpretación del país dominante por parte de las élites, culturales y políticas, desde Quevedo a la generación del 98 y la España invertebrada de Ortega. A finales del XIX, con la pérdida de las colonias, se consuma una cadena de pérdidas que nunca son derrotas, sino directamente "desastres", un calificativo tremendo que se usa con las batallas en África del Barranco del Lobo o Annual. "Se construye una manera española de mirar el mundo siempre en clave lacrimógena, que representa ese 'me duele España' de Unamuno", concluye.
Núñez añade luego otros factores: la comparación con los países más avanzados de Europa, ninguneando a nuestros vecinos Portugal y Marruecos; la marginación del contexto europeo por su posición geográfica extrema; la fuerte influencia del catolicismo más severo con una visión de la vida como valle de lágrimas; la huella de la sensibilidad barroca del sufrimiento… Todo ello alimenta una autocrítica y derrotismo casi congénitos. “Es un pesimismo que nace de la desconfianza en nuestras propias fuerzas, no es vital, existencia, como el de los nórdicos. En los chistes, con uno de cada país, el español siempre hace el ridículo”. De otra parte, se alterna con una “tendencia a una percepción positiva impostada, eso de que somos los mejores, un poco vacía, y cuando topas con la realidad la caída es más dura”.
La crisis fue un duro golpe a la autoestima nacional, aunque en los últimos tres años se ha ido recuperando, según indican los barómetros de opinión del Real Instituto Elcano. La nota en política y economía tocó fondo a principios de 2014, con un 2 y un 3. Los datos del Reputation Institute (RI) certificaban que España era el país avanzado con la peor opinión de sí mismo, en una lista de 19 que incluía, entre otros, a India, México y Argentina. “Otros países han tenido problemas de imagen exterior tanto o más graves, pero ninguno se ha hundido tanto como España en términos de autoestima”, apunta Javier Noya, investigador principal del Instituto Elcano en Imagen Exterior de España, en un informe de ese año. Y hay un desfase: fuera siempre nos ven mejor de lo que nos vemos nosotros. Este experto lo explica por la diferente marcha de la macroeconomía, visible fuera, y la microeconomía renqueante que padecen los ciudadanos, y porque “todos los estudios sobre el cosmopolitismo de España indican que los españoles viven bastante de espaldas al exterior, es una sociedad relativamente cerrada al exterior”.
En la firma de sondeos Metroscopia revelan un fenómeno curioso en las épocas de crisis de las últimas décadas: el español suele recordar el pasado mejor que el presente, pero también cree que el futuro va a ser mejor. Es decir, vive en un continuo presente amargado. Otro aspecto llamativo, comprobado por el Instituto Elcano, es que los entrevistados de izquierda siempre son más pesimistas que los de derechas al valorar la situación nacional e internacional: “La ideología marca las expectativas, con una derecha básicamente optimista y una izquierda pesimista”.
Sandrine Morel, de Le Monde, que llegó hace nueve años, coincide en quejarse de esa arrogancia de los años de bonanza. “La autocomplacencia es otro rasgo del carácter español”, anota. Aman Zoubir, marroquí, corresponsal de Al Jazeera en Madrid desde hace diez años, quedó fascinado por la atmósfera festiva: “Sí he visto que estos años la alegría ha ido menguando, ha calado esa idea de lo mal que estamos. Pero no cambiaría España por nada del mundo, ciudades como Madrid tienen cotas de libertad como pocos lugares. La gente es pesimista porque peca de memoria corta. Con todos sus problemas está mejor que otros países”.
A Morel lo que más le sorprendió con la crisis económica fue “la capacidad de autoflagelación”: “La autocrítica no es un defecto, pero no aceptan ver los problemas como globales, sino como una particularidad suya: que este es un país de chorizos, de paletos… Ahora se habla mucho de corrupción, es casi el único tema, veo cierta obsesión, poca capacidad de relativizar”. Tremlett cree que “no se cuestiona la narrativa dominante, todo el mundo se pone de acuerdo demasiado rápido, se pone de moda algo y no hay rebeldes”. Los medios, acusa, contribuyen. “Tienen un miedo exagerado al poder. Se exagera el poder del poder, y la gente se acobarda”.
El ensimismamiento y el desinterés por lo de fuera quizá expliquen estos bandazos, por falta de referencias. “Se compara sin conocimiento, para bien y para mal: piensan que en Gran Bretaña o Alemania es todo perfecto y que como aquí no se vive en ningún sitio, y ninguna de las dos cosas es cierta”, opina Tremlett. Kellner añade que en su país hubo un escándalo similar al de Bárcenas en la CDU, el partido democristiano, “pero los alemanes no tienen la percepción de ellos mismos como corruptos, al revés, y es más, los segundos europeos que más aprecian son los españoles, pero éstos son los que peor se valoran a sí mismos de Europa”.
Un caso insólito
Lo sabe bien el alto comisionado del Gobierno de la Marca España, Carlos Espinosa de los Monteros, cuyo trabajo es precisamente combatir una inercia secular. En su opinión, viene desde hace siglos y se acentúa con la Guerra Civil y el franquismo: “La autocrítica hacia el propio país en España es un caso bastante insólito en el mundo. Entre otras cosas, se ve por ejemplo en que no somos capaces de distinguir el Estado, de la nación y del Gobierno. La crítica al Gobierno se traduce de inmediato en una crítica al país. El sentimiento de patria florece solo con los triunfos deportivos”.
Por otro lado, en sus quejas los españoles a veces no se dan cuenta de lo bueno que tienen. Morel, por ejemplo, señala la sanidad y la gran capacidad de ayudar al otro, el buen corazón. “Esa solidaridad entre las familias, no dejar a nadie tirado, no existe en Europa ni mucho menos”, recuerda. Para Kellner “en España la sociedad está más mezclada, eso me gusta, en Alemania es muy segregada, los amigos son del mismo grupo social”. Tremlett aprecia que la gente se implique, reaccione, no sea pasota. “Hay que ampliar el cuadro, ver los últimos 30 años, no solo los últimos cinco, las mejoras han sido enormes”, concluye.
Otro británico, el periodista y escritor V. S. Pritchett, corresponsal en España en los años veinte y cincuenta, reflejó sus impresiones en un libro, El temperamento español: “Son gente que opta por una cosa u otra, o blanco o negro, como si no alcanzaran a conectar los sentidos con la inteligencia. Son fatalistas, pero se apuntan fácilmente al libre albedrío, es decir, se resignan a la ley que se les impone o la rechazan, la sufren o la combaten, sin término medio. Conquistados, se muestran fatalistas; victoriosos, optan por un libre albedrío radical”. Hoy se sorprendería de ver un panorama político cuadripolar, ya no bipolar, pero en absoluto de que fueran incapaces de ponerse de acuerdo.
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