De las retóricas indecentes
En el País Vasco llevó mucho tiempo y esfuerzo recuperar la visión de las víctimas inocentes como inocentes
En tiempos de las redes sociales todopoderosas ocurre que una jauría de depredadores sexuales muestra el daño brutal causado a una adolescente. Es la banalidad del mal resultante de una portentosa pérdida del sentido moral y de la sensación de impunidad. Podría ocurrir que los violadores pertenecieran a entornos familiares bien integrados en sus comunidades. En tal caso sería probable escuchar algún eco de rumores difamatorios contra la víctima.
La estigmatización de la víctima es tan vieja como la humanidad. En el País Vasco llevó mucho tiempo y esfuerzo recuperar la visión de las víctimas inocentes como inocentes. Fue complicado porque, además de la relación de fuerzas políticas y del control social, los terroristas utilizan la propaganda. El miedo y la propaganda aparecen como los factores estratégicos más poderosos para cualquier iniciativa antidemocrática. También lo fueron para ETA y sus marcas, porque, como Vasili Grossman escribió, “ni siquiera Herodes derramó sangre en nombre del mal”. Las palabras que esconden el alcance del mal que ETA ha causado se siguen pronunciando, van mutando.
Los terroristas amedrentan, extorsionan o asesinan desde una profunda corrupción del sentido moral; esta corrupción consiste en que se presentan como defensores de la virtud, amparándose esta inversión axiológica en un victimismo de connotación social (opresión) o histórica (supuesta negación de los derechos del pueblo vasco). Así llegan a usurpar el espacio de la víctima real mientras extienden los tóxicos en las conciencias. El narcisismo de algunos les lleva a disputar el espacio público del homenaje a la víctima, sin haber afrontado cabalmente su contribución a la corrupción moral.
En el caso del terrorismo nacionalista vasco aspiraron al poder político, pero nunca dejaron de cultivar un plan b: conseguir al menos una cuota de impunidad judicial y un contador limpio para seguir jugando en el espacio político convencional. Han logrado la legalización de sus siglas sin la condena de la historia del terrorismo, aunque los pagos en materia de impunidad judicial son exiguos. El blanqueamiento de la imagen social en el que colaboran otros nacionalistas, vascos o no, o algunas fuerzas de izquierda parece ocurrir por intereses indirectos de los aliados ocasionales. Es como si proclamasen que contra España hay eximentes en el incumplimiento de las reglas de juego.
A muchas víctimas inocentes les duelen los ojos al abrir los periódicos también ahora. La necesidad de verdad, de memoria o reparación va más allá de lo privado, y el hecho es que Otegi y otros como él se reivindican en el espacio público simplemente porque ya no asesinan.
La superación del duelo de una parte importante de las víctimas comporta un componente comunitario. Somos muchas las víctimas que hemos sido expulsadas de nuestros entornos, no los asesinos, que han estado perfectamente integrados en ellos. Es a nosotras a quienes siguen maldiciendo en voz alta señoras que salen de la peluquería. Se nos chantajea moralmente para aceptar como buena la impostura de una memoria pública que invoque “el sufrimiento” de todos. Todo esto ocurre para que los responsables de una estrategia sistemática no sean obligados a la condena inequívoca de la historia del terror que causaron.
Los terroristas amedrentan, extorsionan o asesinan desde una profunda corrupción del sentido mora
Si olvidamos que los asesinatos de ETA sólo fueron la punta del iceberg del gigantesco acoso y amedrentamiento de las sociedades vasca y navarra durante décadas y de la depauperación de las ideas políticas constitucionalistas, nos olvidaremos de algo realmente importante desde el punto de vista de nuestras libertades públicas. La banalidad del mal absoluto se sigue enmascarando en la bandera del sentimentalismo patriótico y en la solidaridad de la comunidad nacionalista u otras. O de la pura ley del mínimo esfuerzo.
En la bajamar del terrorismo etarra, Otegi se atreve a clamar en actos públicos que los valores de los derechos humanos y la paz les pertenecen. Sin condena de la historia del terror, esto supone la condensación de la retórica más indecente.
Desde un punto de vista colectivo, o mejor dicho, cuantitativo, podríamos llegar a la insensibilidad, condenando a los inocentes al tormento sin fin. Ahora bien, desde una perspectiva histórica, más allá de las contingencias políticas que condicionan la construcción coyuntural de los relatos, quien no está con la víctima está con el acosador. Yo acuso.
Maite Pagazaurtundúa es eurodiputada de UPYD.
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