Feijóo, a la contra sin pasarse
El candidato a la reelección de la Xunta ha conseguido tener de su parte a todas las familias del PP
Prueba de la devoción a ratos surrealista que despierta Alberto Núñez Feijóo (Os Peares, Ourense, 1961) en su partido es que hace años la ministra Ana Pastor pedía el anonimato para contar lo eficaz que era. La historia ocurrió cuando Feijóo estaba al frente de Correos. Un día en el Consejo de Ministros, Aznar, colérico, pidió explicaciones: ¿quién había colocado a ese tío? Romay Beccaria lo había depositado en Madrid; Cascos, en Correos. Al parecer, la joven promesa había preguntado nada más llegar al cargo quiénes eran los funcionarios que acumulaban más bajas y los colocó a todos en las estafetas de los ministerios. Al Gobierno no le llegaba una carta en condiciones; el servicio, eso sí, había mejorado donde debía, en la calle.
Con esos gestos a veces temerarios Feijóo ha labrado fama de gestor. Uno de esos hombres de la Administración que ponen todo patas arriba para dar resultados cuanto antes. Con Romay, el hombre que lo metió en política cuando Feijóo tenía 30 años, tuvo el presidente de la Xunta su primer momento delicado. Sucedió cuando El Mundo reveló en 1994 una conversación grabada a la presidenta de un tribunal opositor en que reconocía que las pruebas estaban manipuladas por órdenes superiores, y que lo sabían tanto Romay como Feijóo. “En uno, puse dos bien que eran mal; en otro, al médico le pusimos cinco bien que estaban mal”. Feijóo fue grabado: “Tenemos muchos problemas con los sindicatos, hay que procurar hacer las cosas bien. Tampoco que no te presionen; no te dejes presionar y tú haz que las cosas salgan bien, que salgan con cierta ligereza, que no salga la cosa presionada”. La presidenta dijo que no se refería a las pruebas, sino a la hoja de respuestas, en las que había dos errores, y Feijóo negó “categóricamente” manipulaciones.
Su aterrizaje en la Xunta tuvo el patrón que ha tratado de tener en los últimos tiempos respecto a Madrid. Entró en el Gobierno de Fraga directamente como aspirante a la sucesión, ocupando el cargo del eterno delfín, Xosé Cuiña: la Consellería de Política Territorial e Obras Públicas. Ese lustre de urbanita, cerca de las posiciones de Rajoy en tanto que apadrinado por Romay (la familia del birrete, en contraposición a la de la boina que lideraban los Cuiña, Baltar y Cacharro), le llevó a ganar peso político y a aparecer como favorito en las quinielas muy pronto. Tanto como para que a la caída de Fraga en 2005 le llegase su turno.
El gestor empezó entonces su construcción política, la del candidato ideologizado con el deber de movilizar un electorado gallego que venía de darle cinco mayorías absolutas a Fraga. Gobernaba Galicia el bipartito y Feijóo dispuso sus naves. De puertas afuera ha sido siempre un centrista en el PP, capaz de marcar una línea propia, más abierta que la del partido en Génova; de puertas adentro se rodeó en materia de comunicación de una Guardia de Corps joven y conservadora. En esa línea, la de proponer al exterior una imagen más fresca, eligió como su rostro y número dos a Alfonso Rueda. La fórmula funcionó.
Uno de los grandes ejes fue la intoxicación sobre el nacionalista Quintana, al que se le acusaba veladamente de maltratador (“poñen o rato a cuidar do queixo”, dijo Baltar sobre el departamento de Igualdad que dirigía Quintana), y la denuncia de derroche del socialista Emilio Pérez Touriño; se le acusó de tener un coche mejor que el de Obama y de haber hecho una reforma de su despacho digna de un emperador en delirio. “Tendencia irrefrenable al lujo” y “sultanato socialista del XXI”, decían en el PPdeG poniendo al lado las cifras de la crisis. Un discurso que años después adoptaría, para escándalo de los populares, Podemos.
Con gestos a veces temerarios se ha labrado fama de gestor; de los que ponen todo patas arriba para dar resultados
Con el tiempo el propio Rueda pondría peros a aquella campaña. No se arrepentía, pero después de cuatro años veía las cosas de otra manera. “¿Sigue pensando que fue una campaña limpia?”. “Fue una campaña desde la oposición”. A la contra, con el PP naufragando en España y con Mariano Rajoy sin ninguna alegría desde que tomó el poder en el partido, Feijóo reconquistó Galicia con mayoría absoluta. Empezó entonces a levantar su estatua a partir de aquella aparición de hombre milagro. No solo la campaña jugó a su favor; lo hizo la autodestrucción del bipartito PSdeG-BNG (siete años después no se han recuperado de aquello). Si no fuese por la aparición en el último año de En Marea, Alberto Núñez Feijóo ganaría las próximas elecciones de calle.
Atrás ha quedado su famoso anecdotario, como la ocasión en que abrió las puertas de su despacho en campaña y la cámara captó en su mesa el libro 365 días para ser más culto o la revuelta estética que inició para desprenderse de la imagen de pijo de Vigo. Retiró la gomina, se cortó un poco más el pelo y empezó a emplear gestos de político: cálidos, cercanos, ajenos a la robótica del administrador distante que parecía en los primeros tiempos. Ese buen rollito le ha jugado malas pasadas. Hizo campaña de marcha una noche en Vigo prometiendo copas a quien le votase, y fueron especialmente comentadas en 2010, ya como presidente, sus palabras a la joven actriz María Mera en un acto de Nuevas Generaciones. Cuando tomó la palabra dijo: “Voy a ser breve porque he quedado con María Mera a partir de la una para ir a tomar una copa. De momento me dijo que no, pero lo voy a intentar”. Sin llegar al extremo del diario Público (“el presidente de la Xunta se insinúa a una joven actriz durante una cena con jóvenes simpatizantes del PP gallego”), lo cierto es que fomentó una imagen suya de ligón impenitente que le acarreó críticas como “machista” por parte de la oposición.
El hombre sobre el que Jiménez Losantos llegó a preguntarle a Rajoy “de qué escombrera ideológica” lo había sacado ha acabado por cuajar incluso en los sectores más ortodoxos de la derecha. Sigue sin casarse, una manía que siempre alarmó al fundador de su partido, quizás porque aún existe un tiempo y un lugar en el que hay que decir, como él hizo, que ser soltero no es ser homosexual. Por su atractivo y su proyección suele estar en el punto de mira de la prensa del corazón. A todo lo que ha llegado en esa materia es a confesar que de niño, en Os Peares, estaba enamorado de la niña que repartía la leche en la aldea. Algo que le pone de nuevo a la contra: en una época en la que todos presumían de correr delante de las lecheras, él corría detrás.
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