Salvar la normalidad
El cultivo del miedo puede que salve la cara de los gobernantes, pero no defiende los ideales
Los atentados de Bruselas han pillado la política española en tiempo muerto, a la espera de las encuestas de último momento, para que el vértigo de la derrota, que ya se llevó a Artur Mas por delante, conduzca a las conclusiones racionales que en frío no se quieren asumir, empezando por la consumación del hecho sucesorio en el Partido Popular. Quedan pues unas semanas vacías para que sepamos qué pesa más: el sentido de la responsabilidad o la estrechez de miras del que es capaz de tirarlo todo por la borda con tal de que no gobierne el vecino. En tiempos de desconfianza generalizada, hay que vivir muy alejado de la realidad para enmendar la página a los ciudadanos y convocarles de nuevo a las urnas. Solo merecería una respuesta de los electores: volver a votar lo mismo.
En retirada desde hace meses de la escena internacional, la política española ensimismada ha reaccionado al atentado de Bruselas con el protocolo habitual: unidad y seguridad. A fuerza de repetir lo mismo, matanza tras matanza, el discurso institucional ante el terrorismo acaba volviéndose insignificante. La pauta es conocida: promesa de ganar la batalla con más esfuerzo en seguridad y apelación a la defensa de los valores europeos. Sobre lo primero: ¿Es posible reforzar más la seguridad, de modo eficaz (no solo efectista), sin afectar a nuestras libertades? Sobre lo segundo, ¿cómo podemos creer que los gobernantes defenderán unos valores que han puesto en almoneda en la crisis de los refugiados, asumiendo la agenda de la extrema derecha?
Con el discurso policial no basta, porque la construcción del autoritarismo posdemocrático no es la solución y porque cada nuevo atentado genera dudas sobre su eficacia y provoca demandas imposibles. El cultivo del miedo puede que salve la cara a los gobernantes pero no es la manera de defender los ideales europeos. Y los ciudadanos lo saben: son ellos los que están salvando la normalidad, ante la tentación autoritaria de unos gobiernos desbordados.
Y, sin embargo, hay prioridades de las que nadie habla: conseguir una coordinación policial europea eficiente, a la que todos los gobiernos nacionales se resisten, celosos de su patrimonio de seguridad; perder el miedo a afrontar las causas sociales, religiosas, educativas, un tabú que todos esquivan porque no quieren reconocer que el enemigo es de casa; y abandonar el discurso apocalíptico en que Europa se está meciendo para disimular su impotencia.
Sin expectativas de futuro para los ciudadanos es difícil afrontar situaciones críticas. En vez de parapetarse en el discurso del miedo, hay que asumir y defender que no hay seguridad sin libertad y que, por tanto, la verdadera seguridad implica riesgo. Para decir que estamos en guerra, ya está el primer ministro francés Manuel Valls, cada vez más desquiciado.
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