Después de Rajoy, Rajoy
El presidente ha logrado evitar la crisis interna gracias al cesarismo y el efecto seductor del aura presidencial
Impresiona la lealtad del PP a Mariano Rajoy, la disciplina de su corte en un escenario político tan depauperado. Han perdido los populares 3,5 millones de votos y un tercio de los diputados, pero semejante hemorragia, sobrevenida de las catástrofes en las europeas, las andaluzas, las municipales y las catalanas, no ha abierto el menor resquicio de discusión al querido líder, acaso con la pintoresca excepción de Aznar y del folclorismo que atribuyen los costaleros del PP a sus reflexiones de ultratumba.
Rajoy ha encadenado su porvenir al del partido sin la menor objeción al respecto. Y ha llevado su cesarismo hasta el extremo de proclamarse a sí mismo como candidato a unas nuevas elecciones. Que se antoja el escenario más probable porque el PP, tan proclive ahora al diálogo y al tópico de la altura de miras, ha arrasado la convivencia con las demás fuerzas políticas en cuatro años de mayoría absolutista.
Rajoy resiste en su cargo sin atisbo de corriente crítica. Y puede que la razón estribe, precisamente, en su aura de presidente del Gobierno. Ya decía Andreotti que el poder le desgasta al que no lo tiene, de tal forma que la titularidad de La Moncloa, aun provisional y precaria, contiene, frustra cualquier intentona de debate interno sobre la idoneidad de Mariano Rajoy.
Parece sensato sospechar que la abdicación en otro colega menos intoxicado abriría opciones a la idea de una gran coalición, pero asumir la retirada cautelar contradiría la naturaleza del propio condotiero. Porque considera que nos ha salvado a los españoles de la crisis. Y porque la suma de sus máximas atribuciones —presidente del Gobierno y del partido— implica un criterio absoluto, jerárquico, en la defensa y reivindicación del primado.
No piensa cuestionarlo Rajoy. Piensa dilatarlo, insistiendo en su asombrosa confianza al providencialismo. Mariano Rajoy aplica como un monje budista la doctrina de la creatividad pasiva, una paradoja —no hacer nada es una forma de hacer— gracias a la cual los hechos se manifiestan por sí solos.
Por eso observa con ternura a Pedro Sánchez en el cadalso. Y espera que el líder socialista, desprovisto de aura protectora y santificadora, se carbonice en la intentona de un Gobierno de izquierdas y soberanista desautorizado por su partido, siempre y cuando no se produzca una investidura de Sánchez con el apoyo de Ciudadanos y la abstención de las demás fuerzas políticas.
Se trata de una hipótesis remota, pero menos remota que la ensoñación de Mariano Rajoy investido presidente en las próximas semanas. Por eso empieza a cultivar la repetición de los comicios. Y a apuntalar su candidatura, anteponiendo su interés al del partido y resintiéndose con arrogancia del síndrome de la falsa esperanza. Lo describen los psicólogos para definir a quienes se trazan metas poco realistas desde presupuestos desmesurados.
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