Rivera gana a los puntos
El debate de Salvados bate un récord de audiencia y retrata a Iglesias en sus contradicciones
Les faltó besarse. Tanto se preocuparon Albert Rivera y Pablo Iglesias de las buenas maneras que el debate de anoche en Salvados eludió la refriega y cualquier atisbo de cuerpo a cuerpo.
Por eso ganó Rivera a los puntos. Y lo hizo con claridad, retratando al rival en su fortaleza ideológica pero en su fragilidad ejecutiva. Tanta fragilidad que el líder de Podemos concedió a Rivera un asombroso pasaje de capitulación.
Rivera: “Hay mucha gente en nuestro país que tiene más dudas de vuestra posible gestión económica, de que cuadréis las cuentas…”
Iglesias: “Es verdad”.
La bandera blanca animó un debate con poco debate pero con mucha televisión, mérito del ingenio con que Jordi Évole fue capaz de reunir 5.2 millones de espectadores (9,2% de share en el minuto de oro). Nunca Salvados había logrado tanta audiencia (25,2%) en sus ocho años de historia.
La clave radicó en la naturalidad, en la ruptura de los corsés que degradan los debates a un ejercicio de asepsia y de especulación. Ni tiempos pactados, ni tabúes, ni miedo a las preguntas o las repreguntas. Évole enlató 75 minutos de televisión sin consignas a partir de dos horas de conversación registradas en un bar obrero de Barcelona.
Allí se citaron los contendientes, pero antes compartieron una conversación informal en un coche, más o menos ajenos a la cámara oculta, conscientes de que les convenía desinhibirse en el camino del ring.
Fue un hábitat más cómodo para Rivera. Tenía que representarse a sí mismo, su papel moderado y moderador. Hizo esfuerzos estéticos y escénicos para desvincularse de la casta, del mismo modo que Pablo Iglesias evitó cualquier momento de sobresalto.
Parecía que a Sansón le habían rapado la melena. Que Iglesias se prevenía de agredir, de usar el veneno, significando su esfuerzo de manifestarse como un líder que no muerde ni asusta. "En esto me voy a mojar", dijo respecto al (favorable) indulto de Otegi. Es decir, que el propio Iglesias reconocía no haberse mojado hasta entonces.
Es la contradicción de su mutación política, desdecirse de las consignas antisistema y presentarse como un candidato impecable. El problema es la credibilidad y hasta la confusión, pues hubo un momento del debate en que Iglesias tanto incitaba y animaba la competencia de las compañías eléctricas como atribuía al Estado la capacidad de fijar los precios. O de crear, incluso, una línea aérea pública.
Escasearon las discrepancias. Y se desprendía del duelo un mensaje subliminal a los adversarios. Iglesias y Rivera pescaban en el caladero de los jóvenes votantes, marginaban a Rajoy en su sociopatía mediática y pactaban entre sí el desahucio de Pedro Sánchez.
Era un acuerdo implícito para distanciarse del líder socialista y para aislarlo. Por eso les convenía la caballerosidad. Arriesgar poco, minimizar los errores. Pero los hubo, entre ellos cuando Rivera no supo exponer ni definir los extremos de su política fiscal.
El desliz dio puntos a su rival. No tanto como para remontar el combate ni la coyuntura. Podemos llegaba al plató en el peor momento. Ciudadanos lo hacía en el mejor, así es que Rivera se comportó como timonel de su inercia, reivindicando la política social –desahucios, discriminación, inmigración-, formalizando su pragmatismo económico, incluso demostrando que su sobrexposición mediática no lo ha consumido.
Lo prueba el hito de audiencia. Uno de cada cuatro españoles veía anoche el duelo del líder de Ciudadanos con el jerarca de Pablo Iglesias, cuyo retroceso en las encuestas se resiente de un problema estructural: Podemos ha cumplido el papel de la fiscalía, ha puesto a cavilar a la política, ha exigido una catarsis y una regeneración, pero el esfuerzo en la denuncia no implica una recompensa en las urnas, menos aún cuando Rivera defiende el centro como si lo hubiera descubierto o como si lo hubiera heredado dinásticamente de Adolfo Suárez.
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