España no es buen lugar para morir
Vuelta a empezar en el viejo debate sobre la eutanasia
España no es un buen lugar para morirse. Lo atestigua el inútil calvario de la pequeña Andrea (y la desesperación de sus padres) en un hospital de Santiago de Compostela, pero también un informe internacional (de The Economist Intelligence Unit) sobre la situación y el número de unidades contra el dolor, los cuidados paliativos, la disposición de medicamentos para afrontar el final de la vida, etc. Sobre 40 países estudiados, España se sitúa en el puesto 26. Reino Unido -con una nota de 7,9 sobre 10- es el mejor lugar en atención al final de la vida. India (con un 1,9), el peor. España suspende con un 4,2.
La lucha por la salud da valor al enfermo mientras es posible sanar. Después, la batalla contra la muerte puede convertirse en un martirio. Por eso, la mayoría de la sociedad espera la despenalización de la eutanasia, y para pronto. El bien morir. "La muerte bella, es decir, buena, rápida, leve, sin sufrimientos", escribió en 1977 Hans Küng, director de la Fundación Ética Mundial. “¿Dónde está escrito en la Biblia que la persona no pueda decidir responsablemente sobre la fase última de su vida? No quiero imponer a nadie mi opinión sobre la eutanasia, pero tampoco deseo que nadie me prive de mi libertad para devolver la vida llegado el momento a las manos del Creador”, sostiene el teólogo suizo, uno de los grandes pensadores cristianos vivos.
A sus 87 años y enfermo de un parkinson avanzado, Küng dedica al tema una veintena de páginas en el último tomo de memorias (‘Humanidad vivida’. Editorial Trotta. 2014). “Según la concepción cristiana, Dios es misericordioso, no un déspota cruel que desee ver a los seres humanos el mayor tiempo posible en el infierno de sus dolores o del puro desamparo”, afirma. Lo que mata es la enfermedad, no la retirada de un soporte que prolongue artificialmente una agonía. Como proclamó Juan Pablo II en la encíclica Evangelium vitae, de 1995, "la vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto".
Una encuesta del CIS indica que el 60% de los españoles legalizaría la eutanasia. Otros estudios elevan ese porcentaje al 75%. Además, indican que el 15% de los médicos reconoce haberla facilitado alguna vez por razones misericordiosas. También dicen que un 65% de los médicos y un 85% de las enfermeras reconocen haber recibido alguna petición de eutanasia o de fármacos para acabar el mismo paciente con su vida. Los expertos aseguran que en la práctica médica dejar morir a un enfermo es muy frecuente. Por lo menos el 80% de las personas que mueren es porque están en una situación tal que el médico considera que ya no hay nada más que hacer y, mediante un pacto con la familia, se deja de administrar el tratamiento. La bioética lo expresa de esta sutil manera: nunca es lícito hacer el mal, pero a veces no es lícito hacer el bien.
Obviamente, no existen cifras oficiales de un hecho clandestino, pero, si a pesar de estos datos y de la sanción penal de la eutanasia, las cárceles están vacías por este delito, es porque no existe reproche social, sino respaldo a una práctica que pocos quieren mantener en la ilegalidad. En contra de lo que dicen los que se oponen, el peligro de abusos es mucho mayor en la clandestinidad, que solo lleva a aumentar el sufrimiento o al suicidio del enfermo. Por cierto, las opiniones en favor de la legalización de la eutanasia son similares entre simpatizantes del PSOE y del PP.
"Se estudiará el derecho a la eutanasia y a una muerte digna", decía el programa con que el PSOE concurrió a las elecciones de 2004. Los socialistas habían presentado antes, durante el Gobierno de Aznar, una proposición de ley para legalizar la eutanasia, con este nombre. En el último Gobierno de Rodríguez Zapatero, su vicepresidente primero, Pérez Rubalcaba, puso hasta fecha y nombre a la ley (“Ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida”). “No es una ley de eutanasia”, se disculpó. Fue una justificación no pedida, pero se tomó como si aquel Gobierno quisiera tranquilizar a alguien. El eufemismo resultaba menos inocente que llamar empleados de la limpieza a los barrenderos o soluciones habitacionales de urgencia a las chabolas del franquismo.
¿Miedo a las palabras? Miedo a las sotanas. Los obispos, con los que el Ejecutivo socialista quería tener paz (para ello les elevó un 37% la asignación presupuestaria a través del IRPF, sin que los católicos pongan un euro de más de su bolsillo y liberándoles del compromiso de llegar algún día a autofinanciarse), alzaron la voz inmediatamente y forzaron que el gobierno ni siquiera llegase a presentar el proyecto en el Congreso. Cuando Pérez Rubalcaba, candidato a la presidencia, volvió a comprometerse a aprobar esa misma ley (“la primera que llevaré al Congreso si gano las elecciones”, dijo hace cuatro años), pocos le creyeron. Ocurre lo mismo con la reciente promesa del candidato Pedro Sánchez, aunque ahora prometiendo la apertura de un debate en la sociedad y un nuevo estudio. Lo hace a propósito de la agonía de la niña Andrea en un hospital compostelano. Este no es un caso de eutanasia, sino de un supuesto encarnizamiento terapéutico sobre una enferma que no tiene cura posible. Toda ley que despenaliza la eutanasia exige el consentimiento previo, verificable e incontestable de la persona que la solicita. En todo caso, que busque Sánchez las respuestas, ya firmes, en los archivos de su partido. ¿Acaso los políticos deben ir siempre por detrás de la sociedad?
El principio de la eutanasia está claro en la Constitución de 1978. “Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes”, dice su artículo 15. Incluso la jerarquía católica lo tiene asumido mediante un llamado testamento vital, del que la Conferencia Episcopal ofrece un borrador en su página web. La cuestión es discernir por qué merece un juicio penal y moral diferente la desconexión de un aparato de respiración asistida con consecuencias mortales, que la administración de una sobredosis de barbitúricos con consecuencias también mortales. Los dos son actos (el primero, quizás menos compasivos), de manera que es absurdo distinguir entre eutanasia pasiva y eutanasia activa. Se facilita que la persona que lo solicite pueda acceder a un buen morir si un día se encuentra en la situación de enfermo terminal, o no se facilita esa posibilidad. Se es misericordioso con el ser humano, o no se es.
La jerarquía del catolicismo se opone con severidad a la eutanasia, como antes execró, por sistema, de las revoluciones científicas, biogenéticas, filosóficas, culturales, políticas o sociales. Peor aún: los obispos han logrado que palabra tan esperanzadora esté manchada de suciedad y de miedos. Cuando se legalizó en Holanda ese derecho con toda clase de controles, el entonces cardenal de Barcelona, Carles Gordo, dijo que los ancianos huían del país en autobuses por miedo a ser ejecutados. Nunca rectificó tan bárbara afirmación. Pocos fieles cristianos hacen caso cuando sus jerarquías toman esas actitudes y ese lenguaje, y mucho menos los teólogos. No siempre lo legal y despenalizado tiene que coincidir con la ética cristiana, sostiene la inmensa mayoría.
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