De niños friegaplatos a grandes empresarios
Los hijos de inmigrantes chinos en España empiezan a desvincularse del restaurante o bazar familiar para ir a la universidad. Algunos han llegado a Harvard o a directivo del Barça
“De pequeño pensaba que era el único niño chino del planeta”, recuerda Dídac Lee, nacido en Figueres (Girona), en 1974. Sus padres, de origen taiwanés, abrieron allí en 1973 el primer restaurante chino de la provincia,,cuando ser inmigrante en Cataluña “era ser andaluz o madrileño” y nadie esperaba encontrarse a un asiático en su barrio o en el pupitre de al lado. “En el colegio me miraba todo el mundo”, recuerda. “Hablaban en dos lenguas y yo no entendía ninguna —hoy pasa la mayor parte de su día hablando en catalán—. Me costó bastante adaptarme”. Hasta que encontró una pasión compartida: el Barça.
“El fútbol fue mi vehículo para integrarme en la sociedad catalana. Yo era el diferente en todo menos cuando jugaba o veíamos un partido del Barça”. Quiso jugar en el equipo. “Pero era muy malo, así que decidí que si no era jugador, sería directivo del Barça”. No paró hasta que lo consiguió. Ha sido responsable de nuevas tecnologías del club hasta el pasado 10 de junio y se presentará a la reelección el próximo 18 de julio.
Como Lee, cada vez más hijos de inmigrantes chinos —nacidos ya en España o llegados por reagrupación familiar— emprenden proyectos propios alejados del tradicional negocio de sus padres (el restaurante, el bazar...). “Están estudiando todo tipo de carreras y empieza a haber maestros, médicos, abogados, físicos, economistas...”, explica Joaquín Beltrán, antropólogo social y coordinador de Estudios de Asia Oriental en la Universidad Autónoma de Barcelona.
En 2003 había 202 chinos matriculados en universidades españolas. Hoy son 6.381. La cifra incluye a los 2.435 alumnos que estudian masters y doctorados, muchos de los cuales vienen desde China expresamente para estudiar. “Es una tendencia que irá a más. El 23% de los chinos que hay ahora en España tiene menos de 15 años”, afirma Beltrán. “Cuanto más tiempo lleven aquí los padres, más dinero habrán acumulado y más posibilidades de invertir en la educación de los hijos. La cultura china da mucha importancia a los estudios”.
Lee da fe de ello. Dejó Informática al segundo curso. Con 21 años había montado su propia empresa —un proveedor de acceso a internet en Girona—; con 32 recibió el premio de joven empresario catalán del año y en la actualidad es consejero delegado de un holding de empresas que da empleo a más de 400 personas. “Pero mis padres aún siguen machacándome para que acabe la carrera”, ríe. “Para los chinos los estudios son una cuestión de honor”.
Jiajia Wang, de 27 años, suele recordar en las múltiples charlas para jóvenes emprendedores a las que es invitada cómo sus padres se iban a dormir a la bañera para colocar en la diminuta habitación en la que vivían una mesa para que ella y su hermano pudieran estudiar. La familia se había visto obligada a salir del pueblo chino en el que vivían al quedarse la madre de Wang embarazada por segunda vez. La multa por incumplir la política del hijo único era tan grande que decidieron salir del país. Su padre entró con un pasaporte falso y una vez instalado en Cataluña, en 1997, se trajo a su esposa e hijos. Trabajaron jornadas maratonianas para pagar primero la deuda contraída para el viaje y después levantar su propio negocio: un restaurante chino en Blanes (Girona) en el que Wang y su hermano trabajaron de niños hasta que sus padres pudieron pagar a otros empleados.
Cuando Wang cumplió los 18 le preguntaron si quería ir a la Universidad o montar una tienda de todo a 100 o un restaurante. “Yo quería estudiar, abrirme más puertas y horizontes”, explica. Le habría gustado literatura o filosofía. Pero sus padres dijeron que ni hablar. Hizo Económicas.
En 2009 obtuvo una beca para estudiar en Harvard y más tarde le ofrecieron un puesto en Deloitte. Pero dos días antes de empezar rechazó la oferta. “Tenía 22 años y no quería encerrarme en una multinacional, ser un número más. Soñaba con proyectos propios”. Sus padres estaban tan ilusionados con aquel trabajo que le habían comprado un traje para cada día de la semana. Wang no se atrevió a decirles que había renunciado y fingió que acudía a la oficina hasta que un día confesó. “Se lo tomaron muy mal, se sentían decepcionados. No es fácil para ellos entender que quieras hacer tu camino. Querían evitarme curvas innecesarias”.
En 2010, Wang ganó el premio UPF Emprèn, dotado con 20.000 euros, para financiar su proyecto: una editorial de material didáctico para enseñar chino a las niñas adoptadas en su país por padres españoles. Tras intentarlo durante cuatro años con aquellos libros, ha trabajado en inversión inmobiliaria y mantiene “el gusanillo de emprender algo nuevo”.
Como Wang, los hermanos Lam fregaron muchos platos en el restaurante chino en el que trabajaban sus padres, llegados a España a principios de los sesenta, antes de iniciar sus propios proyectos. “De pequeños nos insistían mucho en que estudiáramos. Querían que sus hijos tuvieran una mejor posición. Yo hice periodismo, mi hermana Man Yee Económicas y mi hermano es ingeniero de telecomunicaciones”, cuenta Miguel Lam, de 49 años. “Mi padre estaba muy orgulloso. Era hijo de campesinos y cuando llegó aquí no sabía leer. Era mi madre la que escribía las cartas que enviaba a su familia”.
Lam recuerda cómo el día que murió Franco les dieron día libre y aprovecharon para visitar a un compatriota en Torremolinos. “Entonces no podíamos hacer comunidad porque no existía. Nuestra inmersión fue total. Los tres hermanos estamos casados con españoles y la mayoría de mis amigos también lo son, aunque a mis 49 años me siguen llamando El chino”, ríe.
Todos los jefes de Lam han sido españoles, salvo cuando trabajó para su hermana —nacida en China, llegó con 8 años a Cataluña— en la oficina comercial de España en Hong Kong. “Ahora estoy en el paro precisamente porque un fondo chino ha comprado la empresa donde trabajaba y han despedido a casi todo el equipo”.
12 años y 6.179 universitarios chinos más
En 1961 había 167 chinos en España. Diez años después eran 439. Entre 1995 y 2000, la comunidad pasó de 9.158 a 28.693 y el crecimiento a partir de ese momento fue exponencial. Hoy son más de 191.000, lo que les convierte en la segunda mayor comunidad extranjera de fuera de la UE, por detrás de los marroquíes (749.274) y por delante de los ecuatorianos (176.247).
Tradicionalmente, los alumnos chinos han tenido un mayor nivel de abandono escolar que otras nacionalidades porque sus padres, la mayoría autónomos, les daban trabajo en el negocio familiar. Pero el estudio Crecer en España, la integración de los hijos de los inmigrantes (La Caixa, 2014) comprobó, tras entrevistar a más de 5.000 alumnos cuando tenían entre 13 y 15 años y de nuevo cuando tenían entre 17 y 19, que en esta segunda oleada los chinos sí destacaban por sus logros académicos y llegaban a secundaria y a la universidad más que casi todos los demás.
“Este fenómeno se observa también en EE UU”, explica el experto Joaquín Beltrán. “Allí, chinos, coreanos y japoneses sacaban las mejores notas, pero se comprobó que había una selección previa: no todos estaban estudiando, solo lo hacían los mejores”.
Las universidades españolas tenían matriculados este curso a 6.381 chinos (la mayoría en estudios de ciencias sociales y jurídicas). Hace 12 años eran 202. Entre el curso 2007-2008, el del inicio de la crisis, y el de 2009-2010, la cifra se dobló: de 503 a 1.096 (sin contar alumnos de masters y doctorados).
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