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8.600 habitantes, 36.000 kilos de trufa

Una comarca despoblada de Teruel se ha convertido en el mayor productor del mundo y ha encontrado un polo de desarrollo rural en el preciado hongo

El truficultor Ángel Doñate, junto a su perra 'Dulce'.
Guillermo Altares

Sarrión es un pueblo situado entre Valencia y Teruel, en Gúdar Javalambre, una de las comarcas más despobladas de Europa, con 8.600 habitantes. Sin embargo, no son la soledad ni la emigración, los dos factores que han marcado su historia desde el final de la Guerra Civil, lo que convierte a esta villa en algo extraordinario: Sarrión es la capital mundial de la trufa negra, un preciado hongo cuyo cultivo masivo ha impulsado el desarrollo de una región que estaba condenada a ser engullida por el olvido del mundo rural. En unas décadas, esas "extrañas patatas negras que huelen raro", como las describían los mayores del lugar cuando empezó a generalizarse su recolección, han revolucionado el paisaje y la economía de este rincón de España.

La producción española de trufa negra en la campaña 2013-2014 (se recogen en invierno, de diciembre a marzo, a veces hasta abril) fue de unas 40 toneladas, de las que en torno a 36 provenían de Gúdar Javalambre. En el mismo periodo, la producción de toda Francia fue de entre 40 y 50 toneladas.

"La trufa ha hecho sostenibles zonas que no lo eran. Aquí, hasta la llegada de la trufa, había años muy duros", explica María Jesús Agustín, de 47 años, coprietaria de Manjares de la Tierra, una empresa en torno al preciado hongo fundada hace diez años por tres mujeres que encontraron así una salida que la economía agrícola les negaba. De hecho, las tres señalan que de no ser por las trufas no estarían ahí. "El mundo rural se va perdiendo", afirma su socia Merche Marco, de 48 años. "Teniendo trabajo es más fácil que la gente se quede". Su empresa es sencilla y artesanal, con una tienda abierta al público, aunque su nueva apuesta son las redes sociales y la venta por Internet. En los pueblos, la red es una ventana especialmente importante.

Como otros pueblos de la comarca, Sarrión presenta poca actividad en una mañana ventosa y fría de febrero. Se ve poco comercio, proliferan las casas vacías, ocupadas sólo en los periodos vacacionales, y aparecen bastantes viviendas abandonadas. La densidad de población de la comarca es de las más bajas de la UE: 3,4 habitantes por kilómetro cuadrado, un índice similar al del norte de Escandinavia (la media está en 116 habitantes por kilómetro cuadrado). El campo es duro y la tierra poco agradecida. De vez en cuando, granjas en ruinas salpican el horizonte. Son escenarios que parecen sacados del libro de relatos de John Berger Una vez en Europa, que cuenta sin nostalgia pero con emotivo realismo la extinción del campo en Europa.

En Gúdar Javalambre, sin embargo, los signos de que algo ha cambiando se multiplican. Aquí el paisaje se ha transformado: las tierras con encinas plantadas (carrascas, como se denominan en Teruel) se imponen. Son los campos en los que se cultiva la trufa, que vive y crece en simbiosis con el árbol. "Estamos en el lugar del mundo en el que hay más truficultura", afirma Juan María Estrada, catalán asentado en Sarrión que lleva toda la vida dedicado al mundo de la trufa y es copropietario del vivero Inotruf. La trufa ha supuesto una revolución para esta comarca, formada por 24 pueblos repartidos en 2.300 kilómetros cuadrados. "Es una zona de agricultura muy pobre, sin opciones de cultivo", explica Estrada. "La trufa ha ayudado a fijar la población y se ha convertido en un motor".

El 90% de las trufas españolas se exportan a Francia y desde allí se distribuyen, dado que en España apenas existen empresas de procesado del hongo —lo que quiere decir que muchos productos de trufa francesa tienen su origen en Teruel—. La trufa turolense es la melanosporum, conocida como trufa de Perigord. El precio se fija en el mercado trufero de la zona, que se celebra los sábados al anochecer. Esta semana estaba en 450 y 600 euros el kilo —varía según la calidad y la producción global—, con lo que una trufa de tamaño razonable puede costar unos 20 euros (y con entre dos y cuatro gramos se puede hacer un plato).

Los cuatro hermanos Doñate resumen la historia de la comarca. Empezaron con la trufa hace cuatro décadas, cuando salían al campo en invierno desde la mañana hasta la noche con perros —sin este animal es imposible encontrar el hongo en su momento de maduración perfecto—. Su padre ya era trufero. Pero entonces buscaban solo trufas silvestres: todavía no se cultivaban y los lugares donde se encontraban eran un secreto familiar. Los perros adiestrados para marcar trufas tenían, y siguen teniendo, un valor incalculable. Entonces, y ahora, la inmensa mayoría estaban destinadas a la exportación: las trufas había sido prohibidas por la Inquisición y nunca habían formado parte de la tradición culinaria española.

En 1987, un joven llamado Francisco Edo Navarrete, que había hecho su trabajo fin de carrera sobre el cultivo de la trufa, organizó un cursillo de formación laboral. Así empezó todo. Y cambió la región: los que asistieron a aquel curso se convirtieron en los primeros cultivadores y se dieron cuenta de las inmensas posibilidades que ofrecía el negocio a largo plazo (las encinas tardan entre cinco y diez años en dar los primeros frutos). De hecho, el primer Congreso Mundial de Truficultura, que se celebró en Teruel en 2013, le otorgó una medalla. "La gente que estaba planeando irse ahora se queda porque está encontrando trabajo", explica Ángel Doñate. Su hermano mayor, Manuel, de 61 años, el otro copropietario del vivero Inotruf, relata que estaban a punto de emigrar. "No teníamos otra posibilidad". Apostaron por el oficio que conocían desde niños y ganaron. Algo tan viejo, tan profundo, tan elemental como la relación simbiótica entre un árbol y un hongo y entre un hombre y un animal, sumada a la idea de vivir de lo que da la tierra, ha acabado por convertirse en un boom económico.

Pero en Gúdar Javalambre falta el siguiente paso: pasar del cultivo a la industria. "La trufa nos da la ilusión de que aquí hay un futuro", explica Miguel Pérez, de 51 años, dueño del hotel La Trufa Negra, en Mora de Rubielos, y del restaurante Melanosporum, dedicado al preciado hongo. También es propietario de una empresa de maquinaria que antes se dedicaba a las obras públicas y ahora a preparar los campos para el cultivo de la trufa. Su hija Sandra, de 26 años, licenciada en Administración de empresas, gestiona el hotel y Trusens, una línea de productos. Pertenece a una generación que se ha quedado. "Todos los sectores se están dirigiendo hacia la truficultura", afirma. A principios de diciembre se celebra en Sarrión una feria gigante que reúne a 22.000 personas. La asociación de recolectores y productores de trufas (Atruter) tiene 500 miembros, una enormidad para un lugar con una población tan baja. "Siempre digo que somos la capital mundial de la trufa, aunque no tenemos la misma cultura que existe por ejemplo en el Perigord francés", explica Julio Perales Vicente, presidente de Atruter. "Nos falta el siguiente paso, las empresas que procesen la trufa y que encuentre un mercado en España".

Las trufas silvestres prácticamente han desaparecido por la sobreexplotación o la sequía. Pero los viveros ya son capaces de crear encinas micorrizadas que casi con toda seguridad producirán trufas —no confiesan cómo es el proceso, es su propia fórmula de la Coca-Cola—. Actualmente se cultivan unas 6.500 hectáreas, cifra que va en aumento. El regadío, que requiere una inversión importante, es esencial: sin agua no hay producción. Sin embargo, hay muchas preguntas sin respuesta, los agricultores trabajan con ensayo / error ya que la trufa es imprevisible. "Llega un año complicado y te rompe todos los esquemas", prosigue Ángel Doñate. Rafael, otro de los hermanos, agrega: "Con las trufas, dos por dos nunca son cuatro. Por eso tienen el valor que tienen".

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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