El estado del debate
El debate sobre el estado de la nación viene de una iniciativa del presidente Felipe González que la implantó en 1983
Hoy a las doce comienza el debate sobre el estado de la nación con la intervención del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Lo hará sin limitación de tiempo, a falta de la cual y bajo la presión de satisfacer a todos los suyos merced a la inclusión de alguna mención favorecedora, puede anticiparse que se extenderá incurriendo en el abuso de la paciencia de sus señorías y desalentando su atención. Porque estamos advertidos por James Gleick de que conforme el discurso se prolonga, la atención que logra atraer decae al aumentar la dificultad para ganarse el favor del oyente. De modo que puede establecerse que duración y atención son inversamente proporcionales. De ahí la búsqueda del recurso al latiguillo destructor del adversario como garantía segura del aplauso de la propia grey con efectos galvanizadores sobre los escaños que espolean la agresividad y evaporan la somnolencia.
El abandono en que ha caído el análisis de la partitura de los aplausos (véase Sobre las leyes de Física y la Información. Editorial Espasa, Madrid, 2009) impide que pueda medirse con exactitud la adhesión suscitada mediante los decibelios que alcanzan y ni siquiera el Diario de Sesiones registra su duración en segundos o minutos, porque las acotaciones de sus redactores se limitan a señalar “aplausos”, “grandes aplausos” o “grandes y prolongados aplausos”. Pero suscitar aplausos es una habilidad que además de un texto agresivo y excluyente requiere la adecuada modulación de la voz y la pausa respiratoria oportuna que sirva de señal de encendido para los más avispados miembros de la claque, que conviene distribuir con acierto en los escaños. Más aún cuando en las sesiones del Congreso se carece de las ayudas que la luminotecnia presta a los aplaudidores.
Suscitar aplausos es una habilidad que además de un texto agresivo y excluyente requiere la adecuada modulación de la voz y la pausa respiratoria oportuna
El debate sobre el estado de la nación viene de una iniciativa del presidente González que la implantó en 1983 cuando estaba en el punto culminante de sus mayorías parlamentarias. El primero se celebró los días 20, 21 y 22 de septiembre y tuvo mucho de mano a mano entre González y Fraga, entronizado así como jefe de la oposición. Nunca sabremos, o sabemos demasiado bien, por qué se deparó a Fraga tanta consideración como le había sido negada a Suárez. En todo caso, para que se introdujeran las sesiones semanales de control al Gobierno y el debate sobre el estado de la nación, en absoluto fue necesario promover ley alguna. Desde entonces funcionan como usos parlamentarios sin problemas. Tampoco ahora ha necesitado el rey Felipe VI una ley para reducir el perímetro de la familia real, ni para que las cuentas de su Casa tengan la supervisión del Interventor, ni para reducir sus haberes. La voluntad política ha sido suficiente.
En las antípodas de este proceder acorde a los principios que reclaman la mayor economía legislativa, se encuentra la actitud de los Gobiernos empeñados en reaccionar con leyes ad hoc para cada uno de los casos que presentan algún perfil nuevo. Tanta fertilidad en la promulgación de leyes contrasta con la conducta cínica que se refugia en la prescripción por el paso del tiempo o la inaplicación por no haber entrado todavía en vigor. El análisis del comportamiento del PP en los casos Gürtel y Bárcenas se da de bruces con el exhibicionismo en paralelo que se arroga haber promovido la Ley de Transparencia.
Se abre la sesión, más que del estado de la nación tratará del estado del debate. Más que el contenido de los sobres sorpresa al gusto electoral para uso ventajista, interesa evaluar qué trato se conceden Rajoy y Sánchez y qué asuntos acotan para debatir. Veremos.
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